lunes, 30 de diciembre de 2019

Regreso al Hostal Cartagena

                                                           Dibujo de Universo Pamp.


El sol brillaba en todo lo alto, tostando la arena del desierto. La carretera apenas se dejaba ver y el camino parecía no existir. Ella tuvo que consultar el mapa, varias veces, para poder guiar a la comitiva de coches. Sin decir nada, sacó unas gafas de, sol de la guantera, y se las puso al conductor, que entrecerraba los ojos con esfuerzo. No estaba dispuesta a permitir que cualquier distracción echara a perder aquel asunto. Ya deberían estar llegando a los terrenos indicados, y pasado un tiempo, creyó distinguir el edificio, de lejos, al otro lado de la cuneta. Aparcaron alrededor, dejando paso a los camiones. Todos fueron bajando. Bomberos, policías, arquitectos y funcionarios. Se secó el sudor de la frente, con un pañuelo. Las gastadas letras del cartel debían indicar el nombre del sitio. Hacía calor, pero cuando miró a la puerta del local, sintió un estremecimiento.

Este debe de ser el sitio –comentó su trajeado compañero, mientras se acercaba. Ya va siendo hora de que nos deshagamos de este desvencijado hotelucho.
Ella afirmó con la cabeza, y echándole un último vistazo, suspiró. Metió la llave en la cerradura, e hizo un esfuerzo por abrir la puerta. El hombre, viendo que no podía, la quiso ayudar, y se puso a empujar. Después, agarrando la llave, empezó a tirar, pero la puerta no cedía. Chirriaba como si fuera una bestia dormida, que no quería despertar.
Vamos, mujer insistió, ayúdame. Tenemos que acabar con esto antes de que anochezca.

Él permanecía, acurrucado en un rincón de la solitaria cafetería, desnudo, confuso, avejentado. No recordaba cuánto tiempo llevaba allí. No recordaba cuándo el hostal dejó de funcionar. En sus manos sostenía una antigua foto. Antes, las paredes estaban repletas de ellas, pero ahora solo quedaba esa. Una antigua foto en la que solo se le veía a él. Antaño estaba repleta de gente, era la promoción del sesenta y siete, estaban celebrando una fiesta, pero ahora no había nadie, solo él. Todo estaba oscuro y polvoriento. Ya no se escuchaban pasos ni voces. Ya no se oía al conserje arrastrar los pies, ni a las diabólicas niñas gemelas, juguetear por los pasillos. Ya no se oían los gritos de dolor. Ella, la chica pálida, ya no estaba allí.

La puerta rujió, como si la bestia despertara, y él se estremeció. La luz entraba de fuera, seguida de sombras humanas.
Apunte ahí, con la linterna.
–Ok.
Busque el diferencial de la luz.
Creo que no hay.
Revísenlo todo.
Saquen los objetos de valor.
Asegúrense de que no queda nadie.
La mujer daba órdenes sin parar. Quería zanjarlo todo, deprisa, antes de que empezaran a demoler. Se mostraba firme, pero no se atrevía a pasar más allá de la recepción. Le había parecido ver a alguien tras el mostrador. Olía a ceniza, como si estuvieran fumando, pero cuando alumbró con la linterna, no había nadie. No parecía que lo hubiera habido en siglos. Todos sus compañeros habían pasado, dejándola sola, y se les oía desmantelar el local. Golpes, portazos, muebles arrastrados, cristales rotos. A su lado vio la desvencijada puerta de la cafetería y, sintiendo un escalofrío, quiso entrar. Entró. Aquello daba mucho miedo. En cada rincón que apuntaba con la linterna, podía salirle algún fantasma. Entonces le vio, acurrucado entre las mesas, temblando de frío.
¿Está usted bien?
Cuando ella le alumbró la cara, casi se le cae la linterna, del susto.
Papá, ¿eres tú?
El anciano se protegía con las manos.
¿En serio eres tú?
Él la miraba, asombrado, no sabía qué decir.
Papá, di algo. Creíamos que estabas muerto –insistía.
El pobre hombre movía, temblorosamente, la boca, pero no conseguía soltar palabra.
Papá, por Dios, ¿dónde has estado todos estos años?
No sabía qué estaba pasando. Llevaba tanto tiempo creyendo que las había abandonado, y ahora se lo encontraba así, de esa manera, después de tanto tiempo, que no sabía qué pensar. Él la miraba, como un niño pequeño, asustado. A pesar de la oscuridad de la sala, se podían ver copas y botellas vacías por las mesas y en la barra; ceniceros llenos de colillas, y el suelo repleto de serpentina, como si hubieran celebrado una fiesta, tiempo atrás, y al marcharse se olvidaron de uno.
Anda, ven, que te llevo a casa.
Al final se compadeció de él.
Jefa, ya hemos terminado. Vámonos ya.
Un operario entró y se la encontró allí, ayudando a levantarse a aquel extraño personaje.
Vamos, ayúdame –le increpó ella.
Entre los dos le sacaron de ahí. El hombre llevaba tanto tiempo así, que ya no se acordaba de moverse. Sintió crujir su esqueleto. Le dolieron los ojos cuando le dio la luz del día. Estaba atardeciendo. La gente salía con cajas y muebles, y los cargaba en los camiones. Todos miraban al hombrecillo. Le habían cubierto con una manta. Cuando pasó frente al mostrador, le pareció ver a la anciana recepcionista, fumando con su larga boquilla. Al salir, la oyó susurrar:
Bienvenido al Hostal Cartagena.

martes, 10 de diciembre de 2019

La Pampmiseta

                                                              Dibujo de Universo Pamp


    El otro día encontré, en el fondo del cajón, mi vieja pampmiseta, ajada y descolorida. Ya no era la de siempre, pero seguía ahí.
    Todo empezó hace mucho, con el blog de mi amigo Pamp, con sus geniales dibujos, y los comentarios que le hacíamos. Llegó un momento en que dijo que lo teníamos que hacer al revés, que yo escribiera relatos y él me los ilustrara. Así surgió mi blog. Yo colgaba mis historias y cogía sus ilustraciones. Él siempre me lo permitía. Buscaba con tenacidad cuál le iba mejor a cada relato, pero éste era distinto, éste lo hizo a propósito para el cuento que se iba a exponer en la biblioteca. Había triunfado. Habíamos triunfado. Decidí hacerme una camiseta con el dibujo, para la ocasión, en blanco sobre fondo negro, como tenía que ser. Lo suyo habría sido imprimir el texto en la espalda, pero eso costaba dinero.
    Fue un éxito. A Pamp le encantó ver su creación en una camiseta. Todos lo fliparon con el relato. Se me veía muy guapo en las fotos. A partir de ahí decidí que me la pondría en los grandes momentos.
Era mi amuleto. Decía que yo era guay. En la disco las chicas se me acercaban y decían que molaba, que qué significaba.
-El perro no me deja ladrar –contestaba, orgulloso.
-¿El qué? –preguntaban, intrigadas.
-Es un relato mío –contestaba, aún más orgulloso.
-Ah, ¿Eres escritor?
-El diseño es mío –corría a añadir mi colega.
En ese punto de la conversación tenía que recordarle que él ya tenía novia. Al fin y al cabo, le conocí gracias a ella.
Y así, noche tras noche, en fiestas, saraos, conciertos y demás, yo triunfaba y lucía mi pampmiseta en todas las fotos. Con los amigos, con las muchachas, con la cantante macizorra de moda…
Llegaron más relatos, más exposiciones, y salieron más dibujos, pero esa era la pampmiseta original y nunca hubo otra.
El tiempo pasó, y borré, sin querer, mis fotos del ordenador. La pampmiseta fue perdiendo su color, volviéndose de un gris cada vez más oscuro. Las chicas se fueron, los amigos, las fiestas y las cantantes macizorras. Lo único que quedaba blanco, eran las marcas de los sobacos. Aquella prenda de vestir se quedó olvidada en el fondo del cajón.
Pero la he vuelto a encontrar, ahora que necesito su poder y su buena suerte, y me la pongo bajo la sudadera, para que no se vea en qué estado está. Pero ya no es lo mismo. Lo más que he conseguido es que alguna compañera de trabajo la vea, en un descuido.
-Qué dibujo más bonito. Lástima que así en gris, apenas se vea.

viernes, 28 de septiembre de 2018

Monstruos en el armario

                                                   Dibujo de Universo Pamp.

Manoli tiene un monstruo en el armario.
–A ver, hijo, a mi edad se tienen muchos.
Pero este es un monstruo muy puñetero.
Cuando era pequeña, no le tenía miedo. Nunca se lo tuvo. Incluso en alguna ocasión llegó a jugar con él, pero cuando se llevó a su padre, supo que no podía confiar en él. Cerró el armario a cal y canto, y se olvidó del maldito monstruo. La vida se le había complicado mucho y ya no tenía tiempo para esas cosas.
Los años habían pasado cuando él volvió para llevarse a su madre.
–¡Maldita sea!
La pilló por sorpresa.
Después fue a por sus hijos. Primero a por uno, luego a por otro, a por el otro, y al por el otro más. Pero ella no se lo permitió.
–¡Estaría bueno! ¡No iba a dejar que tocara a mis niños!
Al ver que no podía ser, decidió ir directamente a por ella. En aquella ocasión llegó a quitarle una pierna. Pero ella no se daba por vencida.
–¡Que no se piense ese idiota que puede conmigo!
El monstruo insistió e insistió, pero Manoli nunca dio su brazo a torcer.
–¡Que no, que no y que no!
Después de dejarla viuda, lo intentó con su hermana.
–¡Ah, no, eso sí que no!
No pudo ser. El monstruo se volvió al armario, con el rabo entre las piernas.
Han pasado los años y hoy, Manoli cumple 74. Lo celebra con sus hijos y sus nietas. Todos los que la quieren la felicitan y le desean larga vida.
–Pues no sé qué decir. El jodío monstruo es muy persistente y sigue acechando desde lo profundo del armario. Ahora se ha encaprichado de mis pulmones, y no sé yo si lo conseguirá.
Vamos, mujer, no seas así. No digas eso. Disfruta el día y apaga las velas. Y si el monstruo sigue ahí, dale un trozo de tarta, a ver si así se le pasa la mala leche.
–¡Y una mierda! ¡A ése no le doy ni agua!

lunes, 30 de julio de 2018

Violeta claroscuro

                                                     Dibujo de universo.pamp.es.


Violeta está confusa. Se ha enamorado de Rosa. A su lado le entran sudores, siente mariposas. Siente erecciones.
–Hija, pues no te entiendo.
–¡Que me la quiero follar, mamá, me la quiero follar!
–Ay, hija, tampoco tienes que ser tan explícita.
–¡Oye, a tu madre no le hables así!
–Jesús, por favor, no le grites a la niña.
–¿Que no le grite? ¿Pero tú has visto con lo que nos viene ahora?
–Joe, papá, que me he enamorado.
–Pero, hija, ¿de una mujer?
–¿Y qué le voy a hacer si cuando la veo me pongo palote?
–¡Pero cómo te vas a poner palote si no tienes pene!
–¡Jesús, por Dios!
–¿Acaso no recuerdas lo que nos costó quitártelo?
–¡Por Dios, Jesús!
–¿Ya no te acuerdas de la que tuvimos que armar en la tele para poder poder pagar tu operación?
–Joe, papá…
–Porque decías que eras una mujer atrapada en un cuerpo de hombre.
–Ya…, bueno…, es que entonces…
–¡Entonces tenías pene y quisiste vulva!
–¡Y yo qué sé, si solo era un crío y no sabía ni lo que quería!
–¿Y ahora sabes lo que quieres?
–Ya…, bueno…, lo que pasa es que ahora…
–¿Ahora qué? ¿Ahora te vuelvo a llamar hijo? ¿Te vuelvo a llamar Víctor? ¡Porque te recuerdo que ya eres legalmente Violeta!
–¡Joe, papá!
–¡Ni joé ni joá, que nos gastamos el dinero para tu universidad!
–Bueno, tampoco te pases, que lo querías para un chalet en la sierra.
–¿Cómo? ¿Qué no me ibais a pagar los estudios?
–¡Pero qué estudios ni que na, si nos lo gastamos todo en la maldita operación y en el puñetero papeleo, para que ahora nos vengas con esta!
–¡Jesús!
–¿Y ahora qué? ¿Volvemos a llamar a la clínica a ver si guardaron tu pitorro, para volvértelo a poner?
–¡Papá!
–¿Que te quiten las tetas y te pongan pelo en el pecho?
–¡Bueno, basta ya! Hijo, digo…, hija, esto no puede ser. ¿No entiendes lo que intenta decirte tu padre? Piensa en lo que diría la gente del colectivo, si se enterara.
–Mamá…
–¿Y no puedes hablar con esa chica…?
–Rosa, mamá, se llama Rosa.
–Bueno, pues eso. ¿No puedes hablar con Rosa, y explicárselo todo?
–Es que me da vergüenza. Ella no es de esas.
–¡Pues te jodes y te haces lesbiana!
–¡Jesús, por favor! ¿No ves que al niño, digo a la niña le da vergüenza?
–¿Vergüenza? ¿Todo este tiempo exponiéndose en la fiesta del orgullo y ahora le da vergüenza?
–Joe, papá…
–¡De joé na! ¿Y el año que hiciste que tu madre, con lo facha que es, te acompañara en la carroza?
–Papá…
–¡Oye, que yo con mi hija voy a donde tenga que ir! ¡Además, que la culpa es tuya, por ir de progre por la vida! Tanta tolerancia, tanta igualdad, tanto “…mujer, si el niño se siente mujer, algo habrá que hacer…”. ¡Pues mira la que habéis liado tus amigos comunistas y tú!
–Mamá…
–Pues mira, mujer, nunca pensé que lo diría, pero, ¿Sabes lo que te digo? ¡Que con Franco no pasaban estas cosas!

jueves, 3 de mayo de 2018

La vida por el retrete

                                                  Dibujo de Universo Pamp.


 Todo empezó con el váter. Hacía tiempo que la cisterna se atascó y tenían que meter la mano y tirar a lo bestia. Ella quería que el casero pagara el arreglo, pero él no le quería llamar. Con la suerte que tenía, terminaría echándoles del piso.
Él no fue siempre así, pero seis años en el paro acaban con la moral de cualquiera. A su edad ya no estaba para corretear de un empleo a otro, como un jovenzuelo.
Ella le dijo que no se preocupara, que saldrían adelante, pero el tiempo pasó y el chico empezó a mirarle por encima del hombro, cuando consiguió un puesto en la fábrica de alpargatas.
La niña, por alguna razón que nunca llegó a entender, dejó de hablarle.
Cuando llegó a casa y se encontró el retrete arreglado, sintió una puñalada en su orgullo. Ella había pagado al fontanero con su pensión de invalidez.
–¡Maldita sea!
Cada vez que sacaba dinero de más de la cuenta, se veía más culpable de todo.
–¡Ya era hora! –exclamaron los chicos.
–No te enfades –dijo ella–, sabes que no podíamos seguir así. Anda, relájate, siéntate y haz tus cosas.
Pero él no se podía relajar, hacía tiempo que su vientre no funcionaba como debía. Cuando tiró de la cadena, empezó a escuchar algo. Un extraño goteo que sonaba despacito, casi en silencio.
Plic, plic, plic…
Apretó bien fuerte la llave del grifo, la de la ducha, y se aseguró de que no goteara por ningún lado. Pero el sonido continuaba.
Informó a su mujer de aquello. Le preguntó que qué chapuza había hecho el fontanero, que cuánto le había cobrado.
–Yo no oigo nada –dijo ella.
–¡Aquí no suena nada! –gruñó el chico.
La niña se encogió de hombros y negó con la cabeza.
A lo largo de la semana, él siguió insistiendo, pues el ruido no paraba.
Plic, plic, plic…
Pero ellos no escuchaban.
–¿Estás seguro? Yo no oigo nada.
–¡Que no! ¡Que no suena nada!
Ella le decía que no se preocupara, que todo estaba bien, pero el baño daba pared con pared con el dormitorio, y no le dejaba dormir.
Plic, plic, plic…
–Cariño, ¿de verdad que no lo oyes?
–Que no, cielo, duérmete.
A la una, a las dos, a las tres… El goteo no paraba y él rondaba por la casa, como un fantasma atormentado.
Buscaba algo que comer, pero no había mucho en la nevera. Pensó en tomarse algún calmante, pero hacía tiempo que se acabaron. Se puso unos algodones en las orejas, pero el ruido no cesaba.
Plic, plic plic…
–¿Es que nadie lo oye?
–¿Te quieres callar? ¡Algunos trabajamos mañana!
El sonido parecía burlarse de él, y cada gota que caía, le recordaba su fracaso, como padre, como marido, como hombre.
–Papá, estás loco –le dijo la niña.
Una mañana se levantó temprano, no quería molestar, y salió por la terraza de la cocina. Tardaron horas en encontrarlo, muerto en el patio.
Unas vecinas chillaban, otras murmuraban.
–Se veía venir –comentaban sus maridos.
El funeral fue discreto. La mujer, los hijos y un par de primos. Sus cenizas se quedaron allí, la vida seguía y no pensaban cargar con ellas.
–¿Por qué lo hiciste? –se preguntó la pobre viuda.
Cuando llegó la factura del agua, se dieron cuenta de que habían gastado más del doble.
–¿Por qué?
–¡No puede ser!
Gritaron, se indignaron, se atacaron unos a otros. Llamaron al fontanero, revisaron la caldera, los grifos y las cañerías. Nunca se les ocurrió pensar que la cisterna goteaba.

sábado, 23 de diciembre de 2017

Visita saturnal

                                                         Dibujo de Universo Pamp.

–¡Lario, tienes visita! –avisó el guardia, aporreando las rejas.
–¿Yo? ¿A qué voy a tener yo una visita? –gruñó el malhumorado preso, desde el fondo de la celda.
–Vamos, hombre, que no tengo todo el día –le dijo mientras abría la puerta.
Malditas las ganas que tenía el reo de hablar con nadie, en un día como ese, pero se levantó rechistando, y empezó a caminar despacito.
–¡Venga, hombre, date un poco de prisa! –insistió el funcionario.
¿Quién podría ser? Ya nadie quería cuentas con él.
Los pasillos de la cárcel se hacían interminables. Parecía que no quería llegar a la cabina, pero cuando lo hizo, se encontró con un viejo de barba larga al otro lado del cristal.
–Buenas tardes –saludó sonriendo.
–¿Quién coño eres tú? ¿Qué cojones quieres?
–Caramba, muchacho –los mofletes se le sonrojaron–, no seas tan malhablado.
–¡Déjate de gilipolleces y contéstame!
El anciano le miró a los ojos.
–Elegario, hijo, ¿no sabes quién soy?
–¡A mí no me llames hijo, tú no eres mi puto padre!
–Elegario –bromeó–, te voy a lavar la boquita con jabón.
El cautivo se levantó, furioso, y golpeó al cristal.
–¡Me cago en to lo que se menea! ¿Es que has venido a cachondearte de mí?
–¡Lario, siéntate y deja de gritar! –intervino el carcelero.
–Vale, tío –intentó controlarse–, ya puedes empezar a largar.
–Tranquilo, chico, tranquilo…
–¡Una polla, tranquilo! ¡Ya me estás diciendo a qué has venido o…
–Eh, eh, eh –el anciano se puso serio–, baja esos humos, chaval, que no estás hablando con cualquiera. Que el que tú no sepas quién soy yo, no quiere decir que yo no sepa quién eres tú.
–¿Tú qué carajo vas a saber? ¡Gilipo…
–Y deja de hablar con ese lenguaje de barriobajero. ¡Que sé de dónde vienes!
–¡Esos gritos! –el guardia volvió a increpar.
–Está bien, está bien –se tranquilizó un poco–, ¿qué se supone que sabes?
–Lo sé todo, muchacho –el viejo volvió a sonreír.
–¡Ja! –se burló el presidiario.
–Sé por qué estabas llorando, en un rincón de la celda.
–¿Qué? –se alarmó– ¿Quién te ha dicho eso? ¿Quién ha sido?
–Ya te he dicho que lo sé todo.
–¡Déjate de coñas, viejo de mierda, y contéstame!
–¡Esos gritos, Lario!
–Y tú deja ya ese tono, que todos sabemos que no eres tan fiera.
El anciano se tomó un tiempo para sacarse una petaca granate de la chaqueta y darle un buen sorbo. La nariz se le puso colorada.
–Estabas llorando como aquel día que los Reyes Magos no te trajeron la maquinita de Don King Kong.
Lario se estremeció, e intentó mantener el tipo.
–Se dice Don Key Kong. Palurdo.
–Lo que tú digas –el viejo sonrió, intrigante–, conmigo no tienes que hacerte el duro. En el barrio todavía se acuerdan de ti. Lalo, Chechu, las gemelas..., y Almudena.
–¿Pero qué me estás contando, jodio carcamal?
–¿Te acuerdas de cuando la perseguías para darle capones?
–¡Mira, tronco, ya me estás tocando los huevos!
–¡Otro grito más, y te llevo a hostias hasta la celda!
–Elegario, hijo, que ya no somos unos críos, que tú no eres tan duro, ni tus crímenes tan graves.
El hombre templó los nervios.
–¿Te acuerdas de los helados del puesto de la señora Laura? –continuó el anciano– ¿De los pedos que se tiraba Nemesio? ¿De las broncas que echaba don Rigaño? ¿Y de las batallas de bolas de nieve, en la explanada del Cesio?
Lario intentaba no llorar. No sabía cómo aquel anciano rechoncho podía saber todas esas cosas, pero le había tocado la fibra sensible.
–¿Pero qué quieres de mí?
–Nada, muchacho, nada –le dio otro trago a la petaca–. Solo que te des otra oportunidad. Deberías pasarte a verles, cuando te suelten. ¿Has visto lo que te he traído?
Señaló, con la mirada, a un pequeño paquete que había junto a las manos del reo.
–¿Pero cómo coj…, cómo lo has pasado aquí? –le preguntó, extrañado.
Él le guiñó un ojo.
–Feliz navidad. Anda, tonto, ábrelo.
Los dedos le temblaban, mientras retiraba el papel de regalo. El alma se le cayó a los pies cuando vio que era la maquinita de Don Key Kong que pidió, años atrás, a los Reyes Magos. El pobre seguía intentando no llorar.
–Por cierto –añadió el misterioso hombre–, ayer hablé con Esther.
–¿Has hablado con mi ex-mujer? –el preso levantó la mirada, volviéndose a poner a la defensiva.
–Dice que está dispuesta a perdonarte.
–¿Qué? –estaba desconcertado y no sabía qué pensar– ¿Acaso quiere volver conmigo?
–Tampoco te subas a la parra, solo dice que cuando salgas de aquí, podría dejar que vieras a las niñas.
–¿Estrella, Luz? ¿Has hablado con mis hijas? –estaba enfureciendo.
Él afirmó con la cabeza.
De repente, Lario saltó contra el cristal, gritando y dando golpes.
–¡Maldito cabrón! ¿Qué les has dicho? ¡No te acerques a mis hijas!
Los guardias pasaron, con las porras en la mano, y lo sacaron a golpes.
–¡Te voy a arrancar la cabeza! ¡Hijo de la gran puta! ¡Que sé dónde vives! –continuó despotricando, mientras sus manos se aferraban a la maquinita.
–En el Polo Norte –susurró para si mismo.
Mientras se lo llevaban a la celda, pudo escuchar la irritante risotada del anciano que se iba.
–Ho, ho, ho…

domingo, 7 de mayo de 2017

Protección materna

                                                      Dibujo de Universo Pamp.

Aquella mujer menuda se abalanzó contra la muerte, cuando la vio acechando en la habitación de su hijo.
–¡Ah, no, eso sí que no! ¡Tú no te vas a llevar a mi niño!
–¡Señora! –le gritó, mientras ella le pegaba con el bolso– ¡Que el chico ya tiene treinta años! ¡Déjele librar sus propias batallas!
–¿Me vas a decir, tú, lo que tengo o no tengo que hacer? ¿Eh? ¡Miserable!
Y los golpes no paraban de caer sobre la parca.
–¡Pero, bueno! ¿Quiere dejar de sacudirme con el bolso? ¿No ve que estoy haciendo mi trabajo?
–¡Ni trabajo ni na, tú a mi hijo no te lo vas a llevar!
Los gritos se oían por todo el hospital. El médico corrió a separarles.
–¡Señora, por Dios! ¿Es que no ve que el chico tiene leucemia, y va a ser difícil de curar?
Ahora los bolsazos volaban a dos bandas.
–¿Pero qué dice usted? ¡Sinvergüenza!
La enfermera se vino arriba y enchufó al paciente con el desfibrilador, como había visto, cientos de veces, en las series de televisión.
–¡Rápido, inyéctele quinientos miligramos de Espirefrina!
–¿Acaso sabes lo qué es eso? –objetó la auxiliar.
–¿Acaso lo sabes tú? ¡Pínchale!
–¡Señorita! ¿Qué hace? ¡Que se va a cargar al paciente!
El oncólogo intentaba escibar, con dificultad, los mamporros de la madre.
–Quite, doctor, quite. Que tenemos que reanimar al muchacho. ¡Y quíteme de encima a la de la guadaña!
–¡Ven aquí, desgraciada! ¡No huyas!
La mujer dejó al médico, para seguir arreándole a la muerte.
–¡Toma, toma!
–¡Dale, dale!
Los enfermos del hospital gritaban, expectantes de la trifulca.
–¡Dale, dale!
Exclamaba don Bernardo. Hace dos días estaba suplicando la eutanasia, y ahora chillaba desaforado, como un chiquillo en el patio de la escuela.
–¡Dale, dale!
La muerte ya no pudo más.
–¡Vale, vale, ya está bien! ¡Me voy! ¿Quiere dejar de pegarme?
La mujer hizo un esfuerzo por parar.
–Sí, sí, me voy, pero ya acudiréis a mí cuando os encontréis enfermos y moribundos. ¡Panda de inconscientes!
–¡Márchate de aquí! –increpó don Bernardo.
La siniestra figura recogió su guadaña del suelo y salió, furiosa e indignada, de allí.
–¡Bieeeen! –coreaban todos.
Cuando el hombre despertó del coma, colorado de vergüenza, preguntó:
–Mamá, ¿le has pegado a la muerte, con el bolso?
Ella le cogió la mano.
–Hijo, una madre hace lo que sea, por un hijo.
–Pero es que ya tengo treinta años. Deberías dejarme librar mis propias batallas.
–Anda, cariño, no seas ingrato y dale un abrazo a tu madre.
–¡Viva, viva! –gritaban todos, felices.