lunes, 30 de diciembre de 2019

Regreso al Hostal Cartagena

                                                           Dibujo de Universo Pamp.


El sol brillaba en todo lo alto, tostando la arena del desierto. La carretera apenas se dejaba ver y el camino parecía no existir. Ella tuvo que consultar el mapa, varias veces, para poder guiar a la comitiva de coches. Sin decir nada, sacó unas gafas de, sol de la guantera, y se las puso al conductor, que entrecerraba los ojos con esfuerzo. No estaba dispuesta a permitir que cualquier distracción echara a perder aquel asunto. Ya deberían estar llegando a los terrenos indicados, y pasado un tiempo, creyó distinguir el edificio, de lejos, al otro lado de la cuneta. Aparcaron alrededor, dejando paso a los camiones. Todos fueron bajando. Bomberos, policías, arquitectos y funcionarios. Se secó el sudor de la frente, con un pañuelo. Las gastadas letras del cartel debían indicar el nombre del sitio. Hacía calor, pero cuando miró a la puerta del local, sintió un estremecimiento.

Este debe de ser el sitio –comentó su trajeado compañero, mientras se acercaba. Ya va siendo hora de que nos deshagamos de este desvencijado hotelucho.
Ella afirmó con la cabeza, y echándole un último vistazo, suspiró. Metió la llave en la cerradura, e hizo un esfuerzo por abrir la puerta. El hombre, viendo que no podía, la quiso ayudar, y se puso a empujar. Después, agarrando la llave, empezó a tirar, pero la puerta no cedía. Chirriaba como si fuera una bestia dormida, que no quería despertar.
Vamos, mujer insistió, ayúdame. Tenemos que acabar con esto antes de que anochezca.

Él permanecía, acurrucado en un rincón de la solitaria cafetería, desnudo, confuso, avejentado. No recordaba cuánto tiempo llevaba allí. No recordaba cuándo el hostal dejó de funcionar. En sus manos sostenía una antigua foto. Antes, las paredes estaban repletas de ellas, pero ahora solo quedaba esa. Una antigua foto en la que solo se le veía a él. Antaño estaba repleta de gente, era la promoción del sesenta y siete, estaban celebrando una fiesta, pero ahora no había nadie, solo él. Todo estaba oscuro y polvoriento. Ya no se escuchaban pasos ni voces. Ya no se oía al conserje arrastrar los pies, ni a las diabólicas niñas gemelas, juguetear por los pasillos. Ya no se oían los gritos de dolor. Ella, la chica pálida, ya no estaba allí.

La puerta rujió, como si la bestia despertara, y él se estremeció. La luz entraba de fuera, seguida de sombras humanas.
Apunte ahí, con la linterna.
–Ok.
Busque el diferencial de la luz.
Creo que no hay.
Revísenlo todo.
Saquen los objetos de valor.
Asegúrense de que no queda nadie.
La mujer daba órdenes sin parar. Quería zanjarlo todo, deprisa, antes de que empezaran a demoler. Se mostraba firme, pero no se atrevía a pasar más allá de la recepción. Le había parecido ver a alguien tras el mostrador. Olía a ceniza, como si estuvieran fumando, pero cuando alumbró con la linterna, no había nadie. No parecía que lo hubiera habido en siglos. Todos sus compañeros habían pasado, dejándola sola, y se les oía desmantelar el local. Golpes, portazos, muebles arrastrados, cristales rotos. A su lado vio la desvencijada puerta de la cafetería y, sintiendo un escalofrío, quiso entrar. Entró. Aquello daba mucho miedo. En cada rincón que apuntaba con la linterna, podía salirle algún fantasma. Entonces le vio, acurrucado entre las mesas, temblando de frío.
¿Está usted bien?
Cuando ella le alumbró la cara, casi se le cae la linterna, del susto.
Papá, ¿eres tú?
El anciano se protegía con las manos.
¿En serio eres tú?
Él la miraba, asombrado, no sabía qué decir.
Papá, di algo. Creíamos que estabas muerto –insistía.
El pobre hombre movía, temblorosamente, la boca, pero no conseguía soltar palabra.
Papá, por Dios, ¿dónde has estado todos estos años?
No sabía qué estaba pasando. Llevaba tanto tiempo creyendo que las había abandonado, y ahora se lo encontraba así, de esa manera, después de tanto tiempo, que no sabía qué pensar. Él la miraba, como un niño pequeño, asustado. A pesar de la oscuridad de la sala, se podían ver copas y botellas vacías por las mesas y en la barra; ceniceros llenos de colillas, y el suelo repleto de serpentina, como si hubieran celebrado una fiesta, tiempo atrás, y al marcharse se olvidaron de uno.
Anda, ven, que te llevo a casa.
Al final se compadeció de él.
Jefa, ya hemos terminado. Vámonos ya.
Un operario entró y se la encontró allí, ayudando a levantarse a aquel extraño personaje.
Vamos, ayúdame –le increpó ella.
Entre los dos le sacaron de ahí. El hombre llevaba tanto tiempo así, que ya no se acordaba de moverse. Sintió crujir su esqueleto. Le dolieron los ojos cuando le dio la luz del día. Estaba atardeciendo. La gente salía con cajas y muebles, y los cargaba en los camiones. Todos miraban al hombrecillo. Le habían cubierto con una manta. Cuando pasó frente al mostrador, le pareció ver a la anciana recepcionista, fumando con su larga boquilla. Al salir, la oyó susurrar:
Bienvenido al Hostal Cartagena.

martes, 10 de diciembre de 2019

La Pampmiseta

                                                              Dibujo de Universo Pamp


    El otro día encontré, en el fondo del cajón, mi vieja pampmiseta, ajada y descolorida. Ya no era la de siempre, pero seguía ahí.
    Todo empezó hace mucho, con el blog de mi amigo Pamp, con sus geniales dibujos, y los comentarios que le hacíamos. Llegó un momento en que dijo que lo teníamos que hacer al revés, que yo escribiera relatos y él me los ilustrara. Así surgió mi blog. Yo colgaba mis historias y cogía sus ilustraciones. Él siempre me lo permitía. Buscaba con tenacidad cuál le iba mejor a cada relato, pero éste era distinto, éste lo hizo a propósito para el cuento que se iba a exponer en la biblioteca. Había triunfado. Habíamos triunfado. Decidí hacerme una camiseta con el dibujo, para la ocasión, en blanco sobre fondo negro, como tenía que ser. Lo suyo habría sido imprimir el texto en la espalda, pero eso costaba dinero.
    Fue un éxito. A Pamp le encantó ver su creación en una camiseta. Todos lo fliparon con el relato. Se me veía muy guapo en las fotos. A partir de ahí decidí que me la pondría en los grandes momentos.
Era mi amuleto. Decía que yo era guay. En la disco las chicas se me acercaban y decían que molaba, que qué significaba.
-El perro no me deja ladrar –contestaba, orgulloso.
-¿El qué? –preguntaban, intrigadas.
-Es un relato mío –contestaba, aún más orgulloso.
-Ah, ¿Eres escritor?
-El diseño es mío –corría a añadir mi colega.
En ese punto de la conversación tenía que recordarle que él ya tenía novia. Al fin y al cabo, le conocí gracias a ella.
Y así, noche tras noche, en fiestas, saraos, conciertos y demás, yo triunfaba y lucía mi pampmiseta en todas las fotos. Con los amigos, con las muchachas, con la cantante macizorra de moda…
Llegaron más relatos, más exposiciones, y salieron más dibujos, pero esa era la pampmiseta original y nunca hubo otra.
El tiempo pasó, y borré, sin querer, mis fotos del ordenador. La pampmiseta fue perdiendo su color, volviéndose de un gris cada vez más oscuro. Las chicas se fueron, los amigos, las fiestas y las cantantes macizorras. Lo único que quedaba blanco, eran las marcas de los sobacos. Aquella prenda de vestir se quedó olvidada en el fondo del cajón.
Pero la he vuelto a encontrar, ahora que necesito su poder y su buena suerte, y me la pongo bajo la sudadera, para que no se vea en qué estado está. Pero ya no es lo mismo. Lo más que he conseguido es que alguna compañera de trabajo la vea, en un descuido.
-Qué dibujo más bonito. Lástima que así en gris, apenas se vea.