miércoles, 29 de septiembre de 2010

Chinitos y negritos

Dibujo de Universo Pamp

–¡Cariño, están aquí tus amiguitos!
Cuando oí a mi madre, salté del sofá, dejando la tele encendida y fui corriendo a la puerta.
Estaba tan ilusionado que olvidé que no tenía amigos.
¡Mierda!
Eran los chicos de clase. Estaban pidiendo para el Domund.
Yo no quería ir con ellos, ni ellos conmigo, pero a ver quien le decía que no a mi madre.
Echó unas monedas en la hucha y nos cerró la puerta en las narices.
–Ala, pasarlo bien.

Íbamos los cinco, bueno, ellos cuatro, la hucha y yo detrás, manteniendo la distancia de seguridad.
Todos llevaban una pegatina megacatólica del Domund. "Compartir es hacer justicia" decía.
–¿Me dais una? –señalé.
–¡Para ti no hay! –gritó Carlos.
Andrea se burló.
No volví a abrir la boca.

La calle estaba llena de niños pidiendo con sus huchas, unos las tenían con forma de negritos y otros llevábamos un chinito. Todos con su pegatina megacatólica, todos menos yo.
Cuando nos cruzábamos, agitaban las huchas a ver cual sonaba más, a la nuestra le rugían las tripas.
–Parece que el mandarín tiene hambre –bromeé.
–¡No es mandarín, idiota, –dijo Andrea –es cantones!
Volví a cerrar la boca.

Íbamos pidiendo por todas partes.
–¿Colabora con el Domund? ¿Colabora con el Domund?
Si eran mujeres, hablaba Victor, agitando la hucha con vigor. Si se trataba de hombres, era Andrea la que se encargaba de encandilarles.
Unos daban un duro viejo con la cara de Franco, otros cien pesetas con la imagen del Rey, la mayoría nos daba la espalda.
El carnicero quiso darnos un hueso de jamón.
–¡Maldito tacaño! –gruñó Carlos.
–Nos habría ido mejor con un negrito –suspiré.
Clemente abrazó la hucha como si hubiera herido sus sentimientos.
Victor me lanzó una mirada asesina, Carlos y Andrea le secundaron.
Una vez más me callé.

Allí ya no íbamos a sacar más y Clemente propuso ir a las casas nuevas de las afueras.
Victor aprobó la moción.
A mi nadie me preguntó.
–¿Colabora con el Domund? ¿Colabora con el Domund?
La gente abría la puerta refunfuñando y nos daban unas míseras pesetas, pero la mayoría miraba por la mirilla y nos ignoraba.
–Es para los pobres –suplicaba Clemente.
–Carlitos _gruñó la "señá" Jacinta – ya le he dado dinero a tu hermana.
–¡Señora, que yo no tengo hermana! –contestó.
Mateo el del autobus agitó la cabeza.
–Ay, pillines, a ver que vais a hacer con el.
–¡Señor –gritó Carlos –que es para los pobres!

Andrea me dio la hucha.
–Toma, haz tu algo, que ya es hora.
Orgulloso, llamé al timbre y abrió don Bernardo, el maestro.
–¡No, no! –dijo y cerró de un portazo sin dejarme soltar la frase.
Ellos se habían escondido en el descansillo y se estaban riendo de mi.
–¡Gafe! –exclamó Andrea.
–¡P y lo que sigue! –pensé yo.

A lo largo de la tarde, habíamos engordado al chino y ya pesaba bastante, así que nos sentamos en el parque a descansar.
Don Genaro, el párroco, pasó por ahí, con su vieja sotana y su ridícula forma de correr.
–Vamos, chicos, que esto lo hacemos por los pobres.
Y se fue, como si nada.
–¡Y un cuerno los pobres! –gruñó Carlos –que se muy bien que esto se lo gastan en sus comilonas.
–¿Y tu como lo sabes? –preguntó Clemente.
–Me lo ha dicho mi madre –contestó.
–¡Que cabrones! –saltó Victor –Y nosotros aquí, dejándonos la espalda.
–¡Eso! –dije intentando participar en la conversación.
–Nos lo deberíamos repartir –dijo Andrea ignorándome.
–¡Eso! –dijeron todos.
Se quitaron las pegatinas y las tiraron al suelo. Destriparon al pequeño mandarín y empezaron a contar el dinero.
Yo permanecía apartado, junto a una farola, sin abrir la boca.
Cuando terminaron, cada uno cogió su parte del botín. Clemente se acercó a mi.
–Toma, tu parte.
Me emocionó que contaran conmigo, pero sin darme cuenta dije.
–No, gracias, no lo quiero, –se quedó extrañado –se supone que lo hemos pedido para los pobres, yo no sé que harán los curas con el, pero nosotros hemos hecho lo nuestro. por mi parte me lo he pasado bien y con eso me basta.
Todos me miraron como a un bicho raro, aún más raro de lo que ya me creían.
–¡Tiene razón! –exclamó Victor –Nosotros hemos cumplido y no podemos ser como ellos. Este dinero es para los pobres. Yo no quiero mi parte.
–Es verdad, tiene razón –dijeron todos.
Volvieron a llenar la hucha y la llevaron a la parroquia, orgullosos de acabar con el hambre en el mundo.

Yo me quedé ahí, bajo la luz de una farola.
En el suelo había una pegatina megacatólica arrugada. Comprobé que no había nadie y me la guardé en el bolsillo.
Me la había ganado.