domingo, 15 de mayo de 2016

Je'jee

                                                     Dibujo de Universo Pamp.


Con tan solo doce años, Je'jee sentía que había perdido su infancia. Ya no recordaba a sus padres, solo el día en que los soldados llegaron a la aldea y se llevaron a todos los niños. Desde el momento en que le pusieron un arma en las manos, todo fue disparar y disparar. Disparar en el nombre del rey, disparar en el nombre del presidente, por la república democrática, o por el honor del batallón. El batallón era todo lo que tenía, Mvondo, Youssouf, Kimbu, y los demás niños; y el sargento Chumbo, con ese mal genio que tenía, siempre ordenando disparar. Hasta que aparecieron los soldados blancos, y dijeron que la guerra había acabado, que volvieran a sus casas. Pero Je'jee ya no tenía casa, así que se subió al monte, a correr libre y salvaje.

Allí se sentía bien, solos la naturaleza, las bestias y él. ¿Sería eso lo que llamaban felicidad?

Un día, Je'jee escuchó reír a alguien, detrás de los árboles. Aquello le llamó la atención y fue a mirar. Se trataba de unas hienas que estaban comiendo. Le hicieron tanta gracia que se fue con ellas. Así pasó un tiempo, correteando y comiendo carroña, sin saber por qué se reían, hasta que se encontró con un anciano que les miraba atentamente.

–¿Qué haces, muchacho, con esas carroñeras? –le preguntó.

El niño, sin saber qué decir, le ofreció un poco de comida, sonriendo con timidez.

–Anda, chico, deja eso y vente conmigo al poblado, donde podrás vivir como es debido.

Mientras subían la montaña, Je'jee, nervioso, no paraba de preguntar.

–¿Eres el chamán de la tribu?

–No, Je'jee, yo soy el abuelo de la tribu. El abuelo Yo'seh.

–¿Qué es ese palo que llevas?

–Es mi báculo.

–¿Es mágico? ¿Es para hacer conjuros?

–No, Je'jee, es para no caerme.

El niño se hizo en seguida amigo del abuelo, y le contó su historia. Le contó lo poco que recordaba, entre disparo y disparo. Le explicó que se fue con las hienas porque se había olvidado de cómo reír.

–¡Bah! ¿Qué sabrán esas bestias lo que es reír?

El abuelo empezó a contarle historias graciosas, una tras otra, como la de Mo'rrondo, que tenía una enorme cabeza, y cada vez que pasaba entre los árboles se quedaba atascado, haciendo que los pájaros le picotearan.

Je'jee se desternillaba de risa, y el anciano le decía:

–Pero no te rías, muchacho, que picoteo a picoteo, no solo le liberaban, sino que también le quitaban los piojos.

Y así, cuento tras cuento, carcajada tras carcajada, moraleja tras moraleja, llegaron al poblado. Todos les recibieron con alegría. Allí todo era felicidad, los hombres trabajaban cantando, las mujeres cocinaban bailando, y los niños estaban deseosos de ser amigos del nuevo. Estaba Dumisani, con una gran vitalidad, estaba Sandile, tan alegre y gracioso, y estaba Dianka, con sus brillantes ojos y esa preciosa voz que tenía al cantar. Jugaban al escondite, al pilla pilla, a las canicas y al fútbol, donde a veces se daban patadas y empujones, y en más de una ocasión, terminaban peleándose; pero al final, todo acababa en risas.

Allí todo era risas y canciones. Je'jee no pudo evitar acordarse de los niños de la tropa, siempre tristes, y del sargento Chumbo, siempre enfadado. Recordó sus gritos y sus golpes. Recordó los disparos y las explosiones. Comprendió entonces que esa pobre gente de ahí abajo, que solo sabía guerrear, nunca podría ser feliz, y sintió pena por ellos. Decidió que tenía que volver allí, para enseñarles a reír.

Cuando se lo contó al abuelo, este se disgustó. Se opuso de mil maneras, le dijo que no, que no, y que no.

–Tú no sabes cómo están las cosas ahí abajo, abuelo, tengo que ir –dijo el muchacho.

El anciano, emocionado, tuvo que ceder, y orgulloso, le dio su báculo, para que no se cayera.

–Recuerda, hijo mío –le dijo–, que allá a donde vayas, la risa siempre irá contigo. Al fin y al cabo, la llevas en el nombre.

Todos le despidieron con cánticos y palabras de ánimo. En el fondo, Je'jee sentía miedo, pero estaba decidido y no se iba a echar atrás. Contaba con los juegos que le habían enseñado, y con las divertidas historias del anciano. Se apoyó en el bastón y emprendió su camino.

Mientras bajaba el monte, podía oír las carcajadas del abuelo Yo'seh.

¡Jeje, jeje, jejeje, jejejeje!