domingo, 15 de julio de 2012

Telefonía inmóvil

                             Dibujo de Universo Pamp.

Erase una mujer a un teléfono pegada, y pegada al teléfono, su hermana al otro lado.
Cuando eran jóvenes no se hablaban, pero ahora de mayores no paraban.
Realizaban tres llamadas diarias: desayuno, comida y cena; y alguna más para aclarar cuestiones extraordinarias.

Le faltaba una pierna, pero le sobraban brazos, para limpiar, planchar y cocinar, para agarrarse a las muletas y por supuesto, para sujetar el teléfono.

Ningún tema era insignificante:

Lo fea que era la chaqueta que llevaba el médico.
–¡Con lo guapo que es!
–Pero, los análisis bien, ¿Verdad?
–Sí, sí, como siempre.

La mala leche que se gastaba la vecina.
–La del cuarto, no la del segundo, que es tema aparte.
–Ya, que se puede esperar, con ese marido.
–Y con esos niños que...

Y claro está, el supuesto lío del carnicero con la frutera.
–Que por cierto, es muy mona para la edad que tiene.
–Sí, pero está gorda.
–Bueno, tampoco vale mucho el carnicero.

Y por esas historias y otras muchas, sus teléfonos siempre comunicaban.

–¿Me has llamado tú?
–No, yo no he sido.
–Será el del gas, que le estoy esperando. Pero bueno, ya que estamos, te voy a contar...


Era que su hijo siempre se quejaba, y sin soltar el teléfono, ella le contestaba:
–¡Mira, tu primo ya ha encontrado trabajo! ¡A ver cuando consigues tú uno!

viernes, 6 de julio de 2012

La abuela Petra

                                     Dibujo de Universo Pamp.

La abuela Petra siempre nos contaba sus batallitas de entonces. Cuando los republicanos mataban a los curas y las obligaban a decir "salud", con el puño cerrado, en vez de "adiós", con la mano abierta.

Iba para monja y se casó con su cuñado, se encontraba viudo y con una niña que criar. Él era de ideas comunistas, de las que la iglesia no permitía.
 –No te preocupes, Pedra –se burlaba–, que cuando muera, san Pedro me dejará pasar al cielo, gracias a ti.

El abuelo volvió de la guerra con tuberculosis y apenas pudo disfrutar de sus hijas.

Y así, una historia triste tras otra.
Estaba tan acostumbrada a perder que el ganar la enojaba.

Ella pensaba que queríamos más a la abuela Carmen, porque cuando venía a casa nos daba dinero. Pero no era mucho. Sin embargo ella siempre estuvo allí, cuidando de nosotros. Ni siquiera se enfadaba cuando le hacíamos trampas, jugando al tute. Bueno, quizá un poco.

Con el tiempo fue perdiendo vista. Recuerdo que tenía que enhebrarle las agujas.
–Davicete –se burlaba mi tío–, te nombro lazarillo de la señora Petra.

Cuando nació mi hermano pequeño, la abuela era muy mayor y no le dejaban cogerlo.
–Men, yaya, men –le decía.
Y cuando llegaba sonriendo, cosas de niños, le soltaba una fresca.
–Pipollas.
–¡Ves! ¿Quien le ha enseñado eso? ¡Hasta el niño se ríe de mí!

Se quejaba de tener siete dolores.
–Si pudiera, os daría uno, pero solo un ratito, para que me creyerais –decía.

Cuando se la llevaban al hospital, me abrazó y me dijo:
–Dame un beso, que ya no nos vamos a ver más.

Pero nosotros fuimos a verla varias veces. En la última, estaba sonriendo, una asistenta social le dijo que haría lo posible para que le dieran una paga. Creía que iba a salir de ahí, curada y con dinero para sus nietos.

Por primera vez vi la esperanza reflejada en su cara.