domingo, 5 de abril de 2015

Holocausto

                                                     Dibujo de Universo Pamp.


José Francisco Calvario se presentó en mitad de la plaza y esperó. Esperó de pie, bajo el sol abrasador, sin desfallecer y sin bajar la mirada.
Meco Morales llegó, con su traje italiano y sus gafas de sol, portando una semiautomática de fabricación sueca. Se colocó frente a él, y con una mirada de desprecio, preguntó:

–¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? ¡Tú no eres al que espero!

–No importa –contestó Calvario–, yo estoy aquí por él.

Al sicario no le hizo ninguna gracia aquello.

–¿Qué chingadera es esta? ¡Tú no eres a quien tengo que matar!

–Reynaldo Coronas no va a venir, yo he venido en su lugar.

–¿Pero qué dices, cabrón? ¡No seas pendejo! ¡No tengo nada contra ti!

Se le estaba acabando la paciencia, él era un profesional y no tenía por qué soportar eso, pero el bueno de José Francisco se empeñó en permanecer allí, en lugar del terrible narcotraficante. Morales le disparó en las rodillas, se supone que le tenía que hacer sufrir, pero al final se decidió a vaciarle el cargador en la cabeza.

La gente escuchó los disparos y acudió corriendo al lugar, y al ver el cuerpo tirado en el suelo, empezaron a darle patadas.

–¡Toma, desgraciado, por hacernos sufrir!

–¡Toma, maldito, tus drogas no nos traerán más suplicios!

Los niños le tiraban piedras, y las ancianas le escupían. Cuando llegaron los policías, se pusieron a dispararle, ya fueran corruptos o no, aún a sabiendas de que no era el auténtico Coronas.

La gente del cártel desvalijó la lujosa casa de su jefe, llegaron a compartir el botín con sus rivales, los hombres de Carranza, que habían llegado con intención de matar. Ahora podían huir y empezar una nueva vida.

Los campos de coca fueron arrasados por los agentes de la C.I.A, que vieron que el negocio se acababa, y se marcharon de aquel pueblo que nunca les recibió bien. Los jóvenes del lugar ya no podrían ganarse la vida en aquellos cultivos, pero no lo sintieron, esa no era forma de salir adelante.

Los aldeanos enterraron el cuerpo de Calvario en el desierto. Nadie dijo nada, el párroco rezó dos salmos, y nadie volvió a hablar de ello.

Reynaldo Coronas y su familia se instalaron en una humilde choza, para vivir del huerto de patatas que había junto a ella. En el pueblo nadie puso ningún reparo, le aceptaron como a uno más.
Cada noche, durante la cena, dan gracias a Dios por los alimentos recibidos, y a aquel pobre campesino, por pagar sus pecados por él y por todos.