domingo, 7 de mayo de 2017

Protección materna

                                                      Dibujo de Universo Pamp.

Aquella mujer menuda se abalanzó contra la muerte, cuando la vio acechando en la habitación de su hijo.
–¡Ah, no, eso sí que no! ¡Tú no te vas a llevar a mi niño!
–¡Señora! –le gritó, mientras ella le pegaba con el bolso– ¡Que el chico ya tiene treinta años! ¡Déjele librar sus propias batallas!
–¿Me vas a decir, tú, lo que tengo o no tengo que hacer? ¿Eh? ¡Miserable!
Y los golpes no paraban de caer sobre la parca.
–¡Pero, bueno! ¿Quiere dejar de sacudirme con el bolso? ¿No ve que estoy haciendo mi trabajo?
–¡Ni trabajo ni na, tú a mi hijo no te lo vas a llevar!
Los gritos se oían por todo el hospital. El médico corrió a separarles.
–¡Señora, por Dios! ¿Es que no ve que el chico tiene leucemia, y va a ser difícil de curar?
Ahora los bolsazos volaban a dos bandas.
–¿Pero qué dice usted? ¡Sinvergüenza!
La enfermera se vino arriba y enchufó al paciente con el desfibrilador, como había visto, cientos de veces, en las series de televisión.
–¡Rápido, inyéctele quinientos miligramos de Espirefrina!
–¿Acaso sabes lo qué es eso? –objetó la auxiliar.
–¿Acaso lo sabes tú? ¡Pínchale!
–¡Señorita! ¿Qué hace? ¡Que se va a cargar al paciente!
El oncólogo intentaba escibar, con dificultad, los mamporros de la madre.
–Quite, doctor, quite. Que tenemos que reanimar al muchacho. ¡Y quíteme de encima a la de la guadaña!
–¡Ven aquí, desgraciada! ¡No huyas!
La mujer dejó al médico, para seguir arreándole a la muerte.
–¡Toma, toma!
–¡Dale, dale!
Los enfermos del hospital gritaban, expectantes de la trifulca.
–¡Dale, dale!
Exclamaba don Bernardo. Hace dos días estaba suplicando la eutanasia, y ahora chillaba desaforado, como un chiquillo en el patio de la escuela.
–¡Dale, dale!
La muerte ya no pudo más.
–¡Vale, vale, ya está bien! ¡Me voy! ¿Quiere dejar de pegarme?
La mujer hizo un esfuerzo por parar.
–Sí, sí, me voy, pero ya acudiréis a mí cuando os encontréis enfermos y moribundos. ¡Panda de inconscientes!
–¡Márchate de aquí! –increpó don Bernardo.
La siniestra figura recogió su guadaña del suelo y salió, furiosa e indignada, de allí.
–¡Bieeeen! –coreaban todos.
Cuando el hombre despertó del coma, colorado de vergüenza, preguntó:
–Mamá, ¿le has pegado a la muerte, con el bolso?
Ella le cogió la mano.
–Hijo, una madre hace lo que sea, por un hijo.
–Pero es que ya tengo treinta años. Deberías dejarme librar mis propias batallas.
–Anda, cariño, no seas ingrato y dale un abrazo a tu madre.
–¡Viva, viva! –gritaban todos, felices.