lunes, 15 de agosto de 2011

El abuelo Timoteo

Esta vez el dibujo es mio.

–¡El abuelo se droga! –Dice siempre papá.
Mi madre le da un codazo y nos mira sonriendo.
–No hagáis caso, lo que pasa es que el abuelo está enfermo y toma cosas malas, –entonces se pone seria– tenéis que vigilarle y evitar que lo haga.

Para ellos es fácil, se van a trabajar todo el día y nos dejan solos con él. Pero no está enfermo, ni se droga, lo que pasa es que le gustan las pastillas, rojas, verdes y amarillas. Mamá dirá lo que quiera, pero a mi no me parecen malas, tienen unos dibujos muy bonitos. Él dice que le dan vidilla, y debe ser verdad, porqué todos los abuelos gruñen y critican, mientras que el mio canta y baila. Ellos tienen los ojos apagados y huelen a pasas secas, él huele a hiervas aromáticas y sus ojos son coloraos como un tomate.

El abuelo Timoteo es el hombre más divertido del mundo y de parte del universo explorado. Siempre está dispuesto a jugar con nosotros. Los días de lluvia, cuando no podemos ir al parque, convierte la bañera en un barco pirata y el sofá en una nave espacial, el pasillo en una caverna y el perchero en la bestia que lo habita.
Sus historias son las mejores. ¡Mucho mejor que las batallitas del abuelo de Puri! Mi favorita es la de la Reina María, cada vez que la cuenta mola más.

Papá dice que es un "pato yanki", pero eso es mentira, cuando jugamos, él se pide ser indio pies negros y no hay manera de capturarle. ¡Jo! Siempre nos gana y al final se fuma la pipa de la paz.

Mi hermano Chema tampoco cree que las pastillas del abuelo sean malas. Una vez le pidió una de las de Pikachu y él le contestó:
–Cuando seas viejo como yo y no tengas nada que perder.
Los dos nos quedamos flipados, el abuelo se dio cuenta y preguntó:
–¿Que llevas en los bolsillos?
–Mis canicas. –Contestó Chemita, y al meter las manos en los bolsillos, para enseñárselas, se le cayeron todas, pues los tenía llenos.
El abuelo se sacó los bolsillos para afuera, los tenía agujereados.
Entonces los dos comprendimos lo que decía, yo más que mi hermano.
¡Ya podrían los padres explicar las cosas así de bien!

–¡Papá! ¿Te das cuenta del mal ejemplo que estás dando a los niños? –Le gritaba mi madre.
–¡Marisa, esto no puede seguir así! –Chillaba mi padre.
Siempre berreando, siempre discutiendo. Hasta que se hartaron y llevaron al abuelo a una residencia.

–Martita, ya eres mayor y tienes que cuidar de tu hermano mientras nosotros nos vamos a trabajar. –Me dijo mi madre.
Para ellos es fácil, se pasan todo el día fuera, pero nosotros ya no tenemos al abuelo Timoteo.

Vinieron a casa Alicia, Carlitos y Puri, preguntando por el abuelo. Todos le echábamos de menos. Ya no es lo mismo jugar si él.

Al final, papá accedió a llevarnos a ver al abuelo.
La residencia era muy triste y las ventanas tenían rejas. Los abuelos estaban aburridos, en una sala que olía a agua oxigenada. Encontramos al abuelo Timoteo sentado en una silla, sus ojos estaban apagados y solo se alegró un poquito de vernos. Le dimos un caramelo para que se animara, pero una enfermera gruñona se lo quitó gritando:
–¡Nada de azúcar, que es malo!
La tía bruja le trajo sus medicinas, eran unas pastillas blancas, sin ningún dibujo.
El abuelo se quedó muy triste cuando nos fuimos.

En casa, mi hermano y yo decidimos escaparnos para ir a rescatar al abuelo. Cogimos una manta, una linterna y un montón de llaves de todo tipo.
–Llevemos una cuerda, –dijo Chema– nunca se sabe cuando la necesitaremos.

Salir de casa fue fácil, una vez que se duermen mis padres no hay manera de despertarles. Nos pasamos toda la noche buscando la residencia, no sabíamos que la ciudad era tan grande y el mapa que llevaba Chemita era del parque de atracciones. Cuando la encontramos ya estaba amaneciendo. No nos costó entrar, pues los mayores nunca hacen caso a los niños y no nos vieron. Una vez en la sala que olía a agua oxigenada nos quedamos alucinados. No había nadie, las habitaciones estaban vacías y las ventanas abiertas, habían arrancado los barrotes.
Saltó la alarma, las enfermeras llegaron corriendo, también llegaron los médicos, después la policía y al final mis padres. Estaban tan impresionados que ni siquiera nos regañaron.

Parece ser que esa tarde al abuelo le sentó mal el pollo sin sal de la cena y le dieron una pastilla para el estómago, era roja y amarilla. Solo con verla se le encendieron los ojos y volvió a sentir vidilla en su cuerpo, le entraron ganas de volar y liberar a sus compañeros.

El caso salió en los periódicos: "Fuga de ancianos en una residencia".

Mi madre llora desesperada, piensa que los encontrarán muertos en un hospital.
Papá dice que en cualquier momento aparecerán tirados en una gasolinera.
Chema cree que se han ido volando al aeropuerto y han robado un avión para hacerse piratas del aire.
A mí me gusta pensar que están en una isla paradisíaca con la Reina María.

Bueno, sea como sea, yo sé que ahora el abuelo Timoteo y los demás son libres.