sábado, 23 de diciembre de 2017

Visita saturnal

                                                         Dibujo de Universo Pamp.

–¡Lario, tienes visita! –avisó el guardia, aporreando las rejas.
–¿Yo? ¿A qué voy a tener yo una visita? –gruñó el malhumorado preso, desde el fondo de la celda.
–Vamos, hombre, que no tengo todo el día –le dijo mientras abría la puerta.
Malditas las ganas que tenía el reo de hablar con nadie, en un día como ese, pero se levantó rechistando, y empezó a caminar despacito.
–¡Venga, hombre, date un poco de prisa! –insistió el funcionario.
¿Quién podría ser? Ya nadie quería cuentas con él.
Los pasillos de la cárcel se hacían interminables. Parecía que no quería llegar a la cabina, pero cuando lo hizo, se encontró con un viejo de barba larga al otro lado del cristal.
–Buenas tardes –saludó sonriendo.
–¿Quién coño eres tú? ¿Qué cojones quieres?
–Caramba, muchacho –los mofletes se le sonrojaron–, no seas tan malhablado.
–¡Déjate de gilipolleces y contéstame!
El anciano le miró a los ojos.
–Elegario, hijo, ¿no sabes quién soy?
–¡A mí no me llames hijo, tú no eres mi puto padre!
–Elegario –bromeó–, te voy a lavar la boquita con jabón.
El cautivo se levantó, furioso, y golpeó al cristal.
–¡Me cago en to lo que se menea! ¿Es que has venido a cachondearte de mí?
–¡Lario, siéntate y deja de gritar! –intervino el carcelero.
–Vale, tío –intentó controlarse–, ya puedes empezar a largar.
–Tranquilo, chico, tranquilo…
–¡Una polla, tranquilo! ¡Ya me estás diciendo a qué has venido o…
–Eh, eh, eh –el anciano se puso serio–, baja esos humos, chaval, que no estás hablando con cualquiera. Que el que tú no sepas quién soy yo, no quiere decir que yo no sepa quién eres tú.
–¿Tú qué carajo vas a saber? ¡Gilipo…
–Y deja de hablar con ese lenguaje de barriobajero. ¡Que sé de dónde vienes!
–¡Esos gritos! –el guardia volvió a increpar.
–Está bien, está bien –se tranquilizó un poco–, ¿qué se supone que sabes?
–Lo sé todo, muchacho –el viejo volvió a sonreír.
–¡Ja! –se burló el presidiario.
–Sé por qué estabas llorando, en un rincón de la celda.
–¿Qué? –se alarmó– ¿Quién te ha dicho eso? ¿Quién ha sido?
–Ya te he dicho que lo sé todo.
–¡Déjate de coñas, viejo de mierda, y contéstame!
–¡Esos gritos, Lario!
–Y tú deja ya ese tono, que todos sabemos que no eres tan fiera.
El anciano se tomó un tiempo para sacarse una petaca granate de la chaqueta y darle un buen sorbo. La nariz se le puso colorada.
–Estabas llorando como aquel día que los Reyes Magos no te trajeron la maquinita de Don King Kong.
Lario se estremeció, e intentó mantener el tipo.
–Se dice Don Key Kong. Palurdo.
–Lo que tú digas –el viejo sonrió, intrigante–, conmigo no tienes que hacerte el duro. En el barrio todavía se acuerdan de ti. Lalo, Chechu, las gemelas..., y Almudena.
–¿Pero qué me estás contando, jodio carcamal?
–¿Te acuerdas de cuando la perseguías para darle capones?
–¡Mira, tronco, ya me estás tocando los huevos!
–¡Otro grito más, y te llevo a hostias hasta la celda!
–Elegario, hijo, que ya no somos unos críos, que tú no eres tan duro, ni tus crímenes tan graves.
El hombre templó los nervios.
–¿Te acuerdas de los helados del puesto de la señora Laura? –continuó el anciano– ¿De los pedos que se tiraba Nemesio? ¿De las broncas que echaba don Rigaño? ¿Y de las batallas de bolas de nieve, en la explanada del Cesio?
Lario intentaba no llorar. No sabía cómo aquel anciano rechoncho podía saber todas esas cosas, pero le había tocado la fibra sensible.
–¿Pero qué quieres de mí?
–Nada, muchacho, nada –le dio otro trago a la petaca–. Solo que te des otra oportunidad. Deberías pasarte a verles, cuando te suelten. ¿Has visto lo que te he traído?
Señaló, con la mirada, a un pequeño paquete que había junto a las manos del reo.
–¿Pero cómo coj…, cómo lo has pasado aquí? –le preguntó, extrañado.
Él le guiñó un ojo.
–Feliz navidad. Anda, tonto, ábrelo.
Los dedos le temblaban, mientras retiraba el papel de regalo. El alma se le cayó a los pies cuando vio que era la maquinita de Don Key Kong que pidió, años atrás, a los Reyes Magos. El pobre seguía intentando no llorar.
–Por cierto –añadió el misterioso hombre–, ayer hablé con Esther.
–¿Has hablado con mi ex-mujer? –el preso levantó la mirada, volviéndose a poner a la defensiva.
–Dice que está dispuesta a perdonarte.
–¿Qué? –estaba desconcertado y no sabía qué pensar– ¿Acaso quiere volver conmigo?
–Tampoco te subas a la parra, solo dice que cuando salgas de aquí, podría dejar que vieras a las niñas.
–¿Estrella, Luz? ¿Has hablado con mis hijas? –estaba enfureciendo.
Él afirmó con la cabeza.
De repente, Lario saltó contra el cristal, gritando y dando golpes.
–¡Maldito cabrón! ¿Qué les has dicho? ¡No te acerques a mis hijas!
Los guardias pasaron, con las porras en la mano, y lo sacaron a golpes.
–¡Te voy a arrancar la cabeza! ¡Hijo de la gran puta! ¡Que sé dónde vives! –continuó despotricando, mientras sus manos se aferraban a la maquinita.
–En el Polo Norte –susurró para si mismo.
Mientras se lo llevaban a la celda, pudo escuchar la irritante risotada del anciano que se iba.
–Ho, ho, ho…

domingo, 7 de mayo de 2017

Protección materna

                                                      Dibujo de Universo Pamp.

Aquella mujer menuda se abalanzó contra la muerte, cuando la vio acechando en la habitación de su hijo.
–¡Ah, no, eso sí que no! ¡Tú no te vas a llevar a mi niño!
–¡Señora! –le gritó, mientras ella le pegaba con el bolso– ¡Que el chico ya tiene treinta años! ¡Déjele librar sus propias batallas!
–¿Me vas a decir, tú, lo que tengo o no tengo que hacer? ¿Eh? ¡Miserable!
Y los golpes no paraban de caer sobre la parca.
–¡Pero, bueno! ¿Quiere dejar de sacudirme con el bolso? ¿No ve que estoy haciendo mi trabajo?
–¡Ni trabajo ni na, tú a mi hijo no te lo vas a llevar!
Los gritos se oían por todo el hospital. El médico corrió a separarles.
–¡Señora, por Dios! ¿Es que no ve que el chico tiene leucemia, y va a ser difícil de curar?
Ahora los bolsazos volaban a dos bandas.
–¿Pero qué dice usted? ¡Sinvergüenza!
La enfermera se vino arriba y enchufó al paciente con el desfibrilador, como había visto, cientos de veces, en las series de televisión.
–¡Rápido, inyéctele quinientos miligramos de Espirefrina!
–¿Acaso sabes lo qué es eso? –objetó la auxiliar.
–¿Acaso lo sabes tú? ¡Pínchale!
–¡Señorita! ¿Qué hace? ¡Que se va a cargar al paciente!
El oncólogo intentaba escibar, con dificultad, los mamporros de la madre.
–Quite, doctor, quite. Que tenemos que reanimar al muchacho. ¡Y quíteme de encima a la de la guadaña!
–¡Ven aquí, desgraciada! ¡No huyas!
La mujer dejó al médico, para seguir arreándole a la muerte.
–¡Toma, toma!
–¡Dale, dale!
Los enfermos del hospital gritaban, expectantes de la trifulca.
–¡Dale, dale!
Exclamaba don Bernardo. Hace dos días estaba suplicando la eutanasia, y ahora chillaba desaforado, como un chiquillo en el patio de la escuela.
–¡Dale, dale!
La muerte ya no pudo más.
–¡Vale, vale, ya está bien! ¡Me voy! ¿Quiere dejar de pegarme?
La mujer hizo un esfuerzo por parar.
–Sí, sí, me voy, pero ya acudiréis a mí cuando os encontréis enfermos y moribundos. ¡Panda de inconscientes!
–¡Márchate de aquí! –increpó don Bernardo.
La siniestra figura recogió su guadaña del suelo y salió, furiosa e indignada, de allí.
–¡Bieeeen! –coreaban todos.
Cuando el hombre despertó del coma, colorado de vergüenza, preguntó:
–Mamá, ¿le has pegado a la muerte, con el bolso?
Ella le cogió la mano.
–Hijo, una madre hace lo que sea, por un hijo.
–Pero es que ya tengo treinta años. Deberías dejarme librar mis propias batallas.
–Anda, cariño, no seas ingrato y dale un abrazo a tu madre.
–¡Viva, viva! –gritaban todos, felices.

domingo, 26 de febrero de 2017

El mensaje

                                                Dibujo de Universo Pamp.


Rosario llevaba horas esperando cuando la sala de visitas se quedó vacía. Ya se estaba imaginando lo peor al ver que un funcionario de la prisión la llamó.
–¿La señora Morales? Me temo que su marido no va a poder venir.
–¿Dónde está? ¿Le ha pasado algo? –preguntó inquieta.
–No, mujer, no le ha pasado nada –intentó calmarla–, es que se lo han llevado a la celda de castigo.
–¿Por qué? ¿Ya ha liado alguna?
–No, no, por Dios, no. Solo ha sido una pelea.
–¡Lo sabía! ¿Es que este hombre no puede pasar sin armarla?
–Bueno, en fin, tranquilícese, que son cosas entre presos –se explicó torpemente.
–¡Si es que no se puede con él!
–Mujer, que no es para tanto. Que yo sepa ha sido porque otro preso le quitó una foto de su hija y empezó a soltar improperios.
–Sí, bueno –se tranquilizó–, la niña siempre fue su debilidad.
–No se preocupe, que la celda de castigo no es tan terrible como la pintan en las películas.
–Ya –se resignó.
–Váyase tranquila, ya verá como sale en unos días.
La mujer se levantó, recogió el bolso y el abrigo, y antes de salir por la puerta, se giró.
–Agente, ¿querría hacerme un favor?
–Usted dirá.
Ella sacó una libreta y un boli del bolso, y escribió algo.
–¿Le daría este mensaje a mi marido?
–¡Uy, no, quite, quite! –el hombre se estremeció- ¡Yo no quiero cuentas con su marido!
–Es que es algo muy importante.
–Además, yo no puedo pasar al bloque donde está.
–Por favor, agente, es de vital importancia. Es que… –le enseñó la nota.
–Bueno, bueno, tratándose de eso –cogió el papel–, haré todo lo que esté en mi mano para que le llegue el mensaje.
Ella sonrió.
–Muchas gracias.
El funcionario acudió a su compañero.
–Carcabilla, ¿cuánto te queda para terminar el turno?
–Ya mismo termino –contestó alegre–. ¿Por qué?
–¿Me harías un favor, por favor?
–Tú dirás.
–¿Podrías ir a las celdas de castigo a darle un mensaje a Cachoperro?
–¿A Cachoperro? –se exaltó– ¡Ni de coña! ¡Yo no quiero tener nada que ver con esa mala bestia!
–Vamos, no seas así. Es por su mujer.
–¡Que no, que no! ¡Como si es por el Papa!
–Vamos, hombre, es que resulta que… –le enseñó la nota.
–Ah, bueno –se calmó y cogió el papel–, si se trata de eso, veré qué puedo hacer.
Cuando Carcabilla llegó al Bloque C, se acercó al compañero de la puerta, con timidez.
–Oye, Solís, ¿en qué celda tenéis encerrado a Cachoperro?
–¿A Cachoperro? En la siete. ¿Por qué? ¿Quieres hacerle una visita? –bromeo.
–No, bueno, esto… ¿Podrías tú, darle un mensaje?
–¿A Cachoperro? ¡Ni de coña! ¡Yo no quiero vérmelas con ese, que está de una leche que muerde!
–Jo, tío, que es importante, que es de su mujer.
–¡Que no! ¡Como si es del Papa! ¡Que le hemos tenido que dar una paliza para poder meterle ahí, y aún está despotricando entre dientes!
–Que de verdad es importante. Es que resulta que… –le enseñó el mensaje.
–¡Vaya, pues sí que lo es! Está bien, está bien –cogió la nota–, se lo daré. Pero me debes una.
Aquella mole de carne magullada por los golpes, se esforzó por no exaltarse cuando el guardia golpeó la puerta de la celda. Le pasó el papel por debajo.
–¡Cachoperro, me dicen que tu niña ha aprobado la selectividad! ¡Enhorabuena!
–Gracias –contestó la ronca voz del preso que le daba la espalda para que no le viera llorar.