domingo, 24 de junio de 2012

El paso de los mil pasos

                                  Dibujo de Universo Pamp.


–¡Vamos, gurriato, que no llegamos!
Ya estaba la abuela metiendo prisa, cuando todavía quedaba mucho para que saliera la procesión. Creo que era la pasión de Cristo, pero ella lo llamaba el paso de los mil pasos, porque todos los años, al dar los mil pasos, alguien la pifiaba y terminaban todos en el suelo, con el Cristo embarrado. Y no fallaba, no, ella los tenía contados con su rosario. El mismo con el que calculaba cuanto tiempo tenía que estar el refrito al fuego y cuanta sal le echaba al puchero.
Madre mía, que comilonas nos proporcionó ese rosario.

El pueblo era pequeño y no había mucho que hacer. Los otros niños aprovechaban esos días para jugar al fútbol en el patio de la escuela, pero yo no me perdía una procesión con la abuela Emiliana.
Nos poníamos en primera fila, en los altos del soportal, controlando todo el recorrido, y ella con el rosario en las manos contaba cada paso y apostaba quién caería primero.
En esas fechas solía llover y eso ayudaba mucho, pero aquel año hizo un sol tremendo, tanto que la prima Rosana se puso rubia. Se sentía tan guapa que dejó a su novio de toda la vida.

–Vamos, no te despistes –dijo la abuela–, que llevamos ciento siete pasos.
Ella apostó por el nazareno que andaba como un pingüino despistado. Era Rodrigo, el pobre no daba pie con bola desde que mi prima le dejó. Cuando estuvo en la capital, se hizo un tatuaje con su nombre en el antebrazo y ahora no sabía que hacer con él.

–Vamos, alacrán, que van ciento treinta y cinco pasos y aún no has dicho nada –insistió la abuela.
Yo me jugué un bollycao por el encapuchado del tambor, que daba saltos como un canguro. Era Sebastián, estaba furioso desde que Ana le abandonó. Todos los chicos del pueblo querían “jugar” con ella, como en la canción del Barrio Sésamo, y al final se fugó con un guitarrista de Bilbao. Ahora Sebas le tiraba los tejos a Rosana. Creo que era por despecho.

–¿Pero quieres concentrarte en la procesión? –la abuela ya llevaba contados doscientos cuatro pasos.
Un costalero tropezó y casi lo manda todo al garete. El Cristo y el romano del látigo se menearon un rato, pero al final no pasó nada.
–Tranquilo, zagal –dijo la abuela–, solo llevamos doscientos treinta y tres pasos.
Aquel incidente hizo que nos fijáramos en un extraño nazareno.
–Mira, gorrión, ese de allí tiene tetas.
Por un momento perdí la cuenta, para preguntarme qué hacía una mujer en mitad de la procesión. Debía ser Ruth, llevaba diez años intentando volver con Sebastián y ahora aprovecharía que lo había dejado con Ana.

–Venga, venga, estate a lo que hay que estar –el rosario de la abuela ya contaba trescientos setenta y cinco pasos.
El sol nos daba en la cara y la procesión iba más lenta de lo normal. Tenía miedo de que el calor agotara a los costaleros y se vinieran abajo antes de tiempo, pero la abuela estaba tranquila y convencida de que sería en el paso mil.
–Mira –dijo–, seguro que el encapuchado de las tetas grandes la lía.
–¿Se puede cambiar la apuesta? –pregunté.
–No, lebrel, no –contestó– tu ya te has jugado el bonllicaos ese por el tamborilero.

A los cuatrocientos seis pasos apareció Hilaria, la hija de la panadera.
–Buenas tardes, Emiliana, ¿como va la procesión?
–Shh –le hizo callar la abuela.
–Bonjour mon petit monsieur –me dijo sonriendo.
Hablaba así de raro porque se iba a ir a Mozambique con unos misioneros franceses, para ayudar a los niños pobres.
Le expliqué que estábamos mirando a aquel nazareno que parecía una mujer.
–Yo diría que es Ruth –observó.
–¿Como lo sabes? –pregunté asombrado.
–Por el pechamen, nene, por el pechamen –se rió la abuela.

Dionisio, el borracho del pueblo, quiso hacer una gracia y levantó la mano como si hiciera autoestop. Sebastián le soltó un redoble de tambor en la cara.
–Mal hecho, nazareno, mal hecho –Gruñó Hilaria, con piedad–, Dios te va a castigar.

En el paso quinientos, el cielo se oscureció, como si un eclipse ocultara el sol. Por un momento la abuela se asustó. Los eclipses le daban mucho miedo, eso y los inspectores de hacienda. Con el sonido de un trueno, ella se calmó, solo eran unos nubarrones que salieron de la nada.
–¡Empieza el juego! –la abuela se animó.
A las quinientas diecinueve cuentas del rosario, empezó a llover a raudales y el paso se aceleró. Los tambores y las trompetas sonaban a ritmo de jazz.
Al mojarse, la túnica de Ruth se le ajustó al cuerpo.
–¡Que lagarta, no lleva sujetador! –exclamó la abuela.
La chica avanzaba puestos, en aquella maratón de encapuchados, para alcanzar al tamborilero saltarín.

–¡Seiscientos pasos! –gritaba la abuela.
Las pisadas de los nazarenos salpicaban de barro a la gente. Parecía que el romano del látigo azotaba a los costaleros, en lugar del Cristo, para que corriesen más.

–¡Setecientos pasos!
Ruth se quitó el capirote y llamaba a gritos a su amado.
–¡Sebastián, te quiero, vuélvete, tu eres mi favorito!

–¡Ochocientos pasos! –la abuela agarraba con fuerza el rosario.
Rosana se asomó al balcón, preocupada por Sebas. Se puso un pañuelo en la cabeza para que la lluvia no volviese su pelo castaño.

–¡Novecientos pasos!
Rodrigo vio a su amada en el balcón, expectante como un semáforo en rojo. Cuando se fijó que su mirada buscaba al tamborilero se abalanzó sobre él para darle una paliza.

La procesión se fue a la porra, cayó como un dominó. Los dos nazarenos se enzarzaron en una pelea. La tetona intentaba separarlos. Y mi prima se quedó con el pelo oscuro.
Hilaria fue a ayudar al Cristo a levantar la cruz del barro.
Era el paso mil.

La abuela se frotaba las manos.
–¡Ja, ja, gurriato, ya te lo dije, me debes un bonllicaos de esos!.

domingo, 10 de junio de 2012

El día que dejé de respirar

                                               Dibujo de Universo Pamp.


 Dejé de respirar a las dos y cuarto. Desperté de un sobresalto y vi la hora en el reloj.

¡Madre mía, qué angustia!

Tendría que haber ido a urgencias, pero se estaba tan agustito en la cama. La única pega es que me ahogaba, pero como no podía gritar, nadie se enteró en casa.
Decidí ir al ambulatorio por la mañana. Puse el despertador, por si me quedaba dormido. No quería que me encontrasen en la cama, así sin respirar.

Después de dos horas esperando, el médico me atendió. Le pregunté si estaba muerto.
–No, no lo creo –contestó–, si estuvieras muerto no toserías tanto.
Porque hay que ver la tos que me dio.
–Entonces, ¿qué me pasa? –intenté preguntar.
Ahora tampoco podía hablar.
–No sé –respondió–, supongo que será alergia.
–¿Alergia? ¿A qué?
La garganta me escocía.
–Yo qué sé, al polen, a los perros, al polvo. Tendrás que hacerte las pruebas.

Me dieron hora para cinco meses después.
¡Menudo ataque me dio!

–Eso es ansiedad –dijo el médico.
–¡Pues haga algo, que me muero! –quise gritar.
–Si te doy calmantes se te estrecharían los pulmones y sería peor.
–¡Pues vaya mierda!
–Lo único que te puedo recetar es este inhalador.

Cuando lo compré en la farmacia, empecé a usarlo a lo bestia. El cacharro ese producía taquicardias y la cosa fue a peor. Casi me muero.

–Hombre, esto es solo para las emergencias –me indicó el doctor.

La cuestión es que, por hache o por be, yo estaba muy alterado.
Cerré las ventanas de casa a cal y canto. Eché al perro a patadas. Mi familia se quejaba del calor, supongo que cuando no se respira, ni se siente ni se padece.

Mi novia quiso ayudar. Dijo que el sexo era lo mejor, que relajaba y aumentaba la capacidad pulmonar. Pero cuanto más me excitaba, más fuerte me daba el asma, y cuanto más le daba al inhalador, más nervioso me ponía.
Ella tuvo un orgasmo, y yo tres ataques de ansiedad.

Esta noche intentaremos equilibrar los resultados.