–¿Es usted la señora Aurora?
–Sí,
soy yo, ¿nos conocemos?
–Soy
Vicente, Vicente Salvado.
–Vaya,
así que es usted don Vicente. Por fin nos conocemos.
–Veo
que a oído hablar de mí.
–Sí,
y sepa que no estoy contenta con su hijo.
–Lo
sé, no se portó bien con su hija. Pero no sea cruel con él. El
pobre tuvo una infancia muy dura. No se lo puse fácil.
–Ya,
por lo poco que sé, usted no fue un buen padre.
–¿Le
habló él de mí?
–No,
qué va, él nunca hablaba de usted. Lo deduje con el tiempo,
charlando con su esposa.
–Ah,
claro, supongo que tampoco me porté bien con ella.
–Pero
no se crea, ella no me habló de usted.
–Veo
que es muy suspicaz, doña Aurora.
–Sí,
lo que no entiendo es qué hace usted aquí.
–Bueno,
al final él me perdonó.
–No,
si lo que digo es por qué viene a contarme esto ahora.
–Verá,
él está a punto de llegar.
–¡Válgame
el cielo! ¿Y cómo ha sido?
–El
cáncer, señora mía, el cáncer.
–Vaya
por Dios, no sabe cómo lo siento. Si en el fondo era un pobre hombre.
–En
el fondo todos lo somos.
–¿Y
cómo es que viene aquí?
–El
perdón, doña Aurora, el perdón. Sus hijos, mis nietos, bueno y
también suyos, le han perdonado.
–Son
buenos chicos, a pesar de lo mucho que me enfadaban.
–Su
hija también le ha perdonado, bueno a su manera. Tiene que estar
orgullosa de ella.
–Lo
estoy, don Vicente, lo estoy. De ella y de su hermana.
–Espero
que les vaya bien, y también espero que no le resulte violento
tenerle a él aquí.
–Bueno,
tendré que hablar con mi marido, él tampoco le guarda mucho
aprecio.
–Se
lo agradezco, señora, solo les pido que cuando llegue, me dejen unos
minutos a solas con él. Tiene muchas cosas que perdonarme.
–No
se preocupe, don Vicente, aquí todos estamos para perdonar.