Cuando de la Cruz
sacó aquel cuerpo del depósito, se maravilló ante tanta belleza
imposible de describir. Nunca había visto otra mujer así y perdió
la noción del tiempo que estuvo admirando el cadáver, hasta que una
voz le sacó de su trance.
–La jodía era
guapa, ¿eh?
–Si, es
preciosa –contestó embelesado, incapaz de reaccionar ante el
desconocido–, pero, ¿quién es usted?
–Subinspector
Tomás –le enseñó la placa–, ¿es usted el doctor de la Cruz?
El forense afirmó
con la cabeza, mientras recuperaba la cordura.
–¿Qué le ha
pasado a esta chica?
–¿Es que no ha
leído el informe? –preguntó el subinspector con indignación.
De la Cruz,
avergonzado como el niño al que pillan sin haber hecho los deberes,
negó con la cabeza.
–Se llamaba
Magda, Magda nosequé –comenzó a explicar el policía–, no
llevaba documentación, pero la han reconocido las putas del
calabozo. Unas dicen que era kosovar, otras que era rusa, da igual,
la cuestión es que era de Europa del este.
El forense se
fijó en sus facciones, y en efecto, parecía rusa-kosovar. Su piel
pálida, su cabello rubio, y esos ojos azules que parecían mirarle.
–Se la
encontraron ayer –prosiguió el subinspector–, muerta, en mitad
de la plaza de la Pasión.
–¿Ayer?
–Sí, ayer.
–No puede ser
–de la Cruz estaba asombrado–, el cuerpo no presenta rigor
mortis, su piel está tersa, como si aún viviese.
–Pues le
aseguro que está muerta –bromeó Tomás–, palpe, palpe, a ver si
le late el corazón.
–¡Subinspector,
no se burle! –le increpó– ¿No ve que el cuerpo está
incorrupto?
–De incorrupto
nada, doctor, que se la encontraron llena de cortes y moratones.
¡Lea, lea el informe! –ya no le hacía gracia el tema.
–¿Es que no lo
ve? Si parece más bien una virgen o una santa.
–¡Vamos,
doctor, no me haga reír, si era más puta que las pesetas!
–Pero fíjese,
ni su delicado cuerpo ni sus delgados brazos presentan mancha alguna.
–Pues era una
puta yonqui.
–Pero mírelo,
subinspector, ni siquiera hay pinchazos en sus preciosos píes.
De la Cruz se
estaba poniendo muy pesado, y el policía ya no aguantaba aquella
absurda discusión.
–Doctor
–intentó bromear–, ¿no se estará enamorando de la muchacha? No
me gustaría encontrarle haciendo cosas raras con el cadáver…
–¡Subinspector,
por favor, qué soy un profesional!
–¿Sí? Pues
por ahí comentan cosas sobre usted…
–¡Maldita sea,
Tomás! ¿No se lo habrá creído? –parecía que iba a echar espuma
por la boca– ¡Eso son falacias, mentiras puñeteras! ¡Habría que
oír lo que dicen de usted!
–Tranquilícese,
hombre, tranquilícese –intentó apaciguarle–. Vamos a hacer una
cosa, yo me voy a seguir con la investigación, y volveré en un par
de horas, a ver cómo va con la autopsia. Sólo le pido que se dé
prisa, necesito el informe antes de que amanezca.
De la Cruz estaba
indignado. El imbécil de Tomás había conseguido que le temblaran
las manos. Necesitaba un trago, pero llevaba treinta días sin probar
el alcohol. Entonces comprendió que era ella la que le ponía
nervioso. Se sentía incapaz de corromper aquel cuerpo con su
bisturí. Sus ojos sin vida no dejaban de mirarle, y su boca
insinuaba una sonrisa que parecía ocultar un secreto. Se preguntaba
qué le había sucedido. Se preguntaba por qué le habían sacado de
casa, a esas horas, en domingo, estando suspendido de empleo, que no
tenía necesidad de manipular ningún cuerpo muerto; y lo que es
peor, ¿por qué le había llamado el subinspector Tomás con tanto
secretismo y tanta urgencia? ¡Si ni siquiera se conocían! ¿Por qué
a él y no a otro? Sospechaba que no habían contado, en ningún
momento, con la aprobación del comisario Ponce, porque él nunca
aceptaría su implicación en el caso, sobre todo después del
escándalo de la niña de Monteolivar. Le habría preguntado
directamente a él, pero tenía un miedo atroz al comisario y sus
posibles reacciones.
La chica seguía
mirando y sonriendo. Sus manos dejaron de temblar, y decidió que
tenía que desentrañar ese misterio, él mismo.
El primer paso
lógico era acudir a los calabozos y preguntar a las prostitutas.
Ellas sabrían algo sobre el tema, pero se burlaron de él, sólo era
un simple forense y no tenía madera para los interrogatorios. Le
dijeron que si quería un numerito morboso con ellas le harían un
buen precio. Pensó en el impoluto cuerpo desnudo que se postraba en
la mesa de autopsias, y despreció a aquellas sucias rameras. Le
dolió pensar que la hermosa Magda tenía algo que ver con ellas. Vio
que tendría que pagarlas para sacarles alguna información, pero
estaba sin blanca, así que bajó al bar de la esquina y le pidió a
Nazario unos cuscurros de pan y una botella de vino.
–A ver que va a
hacer con el vino, doctor –le dijo el camarero–, que el comisario
me tiene prohibido darle de beber.
Entró con mucho
cuidado de que no le vieran de esa guisa. Le costó convencer al
agente Longinés para que le volviera dejar pasar a los calabozos, el
muchacho era un buen policía cumplidor del reglamento, pero el vino
lo puede todo. Las mujeres se pusieron contentas y empezaron a contar
rumores absurdos sobre la difunta, ninguna de ellas la conocía en
persona, la única que podía decirle algo sobre ella era una tal
Mariet, pero ya no estaba allí, el subinspector Tomás la había
sacado, hacía un par de horas.
–¿Y para qué
la ha sacado? –preguntó, tonto de él.
–Pues, hijo –se
burlaron–, tú me dirás para qué quiere Tomás a una chica como
nosotras.
No tenía mucho
tiempo, las carcajadas se oirían por toda la comisaría, y el
subinspector Tomás llegaría en cualquier momento. Pensó que no
tenía por qué meterse en ese lío, que ya estaba suspendido de
empleo y sueldo, y no necesitaba más problemas. Sólo tenía que
realizar esa autopsia y volver a su retiro. Pero en su cabeza, ella
seguía mirándole.
Con la promesa de
más pan y más vino, consiguió que le dieran la dirección de un
tal Judath, el chulo de Mariet, un tipo muy peligroso. De la Cruz
sabía que no tenía que ir, le advirtieron que Tomás no era trigo
limpio, pero él fue.
La noche era
cerrada como en las novelas baratas de misterio. Las calles del
Calvario estaban desiertas, no había yonquis, ni fulanas, ni
rateros. El silencio le asustaba aún más que la fama de aquel
barrio de mala muerte. No podía imaginarse a la bella Magda
ofreciendo su cuerpo por ahí. En los callejones brillaban ojos
amenazantes. Se le hizo eterno hasta que encontró el domicilio del
tal Judath. La puerta estaba abierta. El aspecto de la casa era
terrorífico: polvo, suciedad, manchas de sangre, el mobiliario
destrozado… Había una jeringuilla en el suelo, y un par de
botellas de vodka vacías. Las manos le volvieron a temblar. Una
lámpara medio rota alumbraba levemente a aquel enorme rumano que
permanecía acurrucado en un rincón, desnudo, tiritando como un crío
asustado, murmurando algo en su idioma.
A pesar del
miedo, de la Cruz se acercó a él.
–¿Judath,
Judath Proski? ¿Es usted Judath? –preguntó al gigantón.
–Yo soy
–contestó con un siniestro acento, que le hizo estremecer.
–¿Mariet, está
aquí?
–No está
–contestó sin siquiera levantar la vista–, déjenla en paz, no
tiene nada que ver con esto.
El forense no
sabía cómo enfrentarse a aquella situación, no era un agente de
campo, sólo habría cuerpos difuntos.
–¿Magda? ¿La
conocía? ¿Trabajaba para usted? –por fin se decidió a preguntar.
El rumano afirmó
con la cabeza.
–¿La mató?
¿La mató usted? –estaba tan enfadado como asustado, sentía el
impulso de abalanzarse sobre aquel criminal, y el de salir corriendo.
El rumano alzó
su insegura mirada. Estaba llorando.
–Sí, yo lo
hice.
Entonces de la
Cruz descubrió que aquel gigantesco hombre estaba aún más asustado
que él. Por un momento, hasta le dio pena.
–¿Pero por
qué? ¿Por qué la mató, Judath?
–Eso no importa
ya.
El pobre estaba
totalmente derrumbado.
La ira del
forense explotó.
–¡Maldita sea,
Judath! ¡Sí importa! ¿Por qué la mató?
–Déjeme en
paz, ya he dicho no importa, pregunte a Tom…
Tres disparos
impactaron en su pecho, haciéndolo caer. De la Cruz, asustado,
volteó por el suelo, hasta ver que Tomás estaba allí, apuntando
con la pistola.
–¡Joder,
doctor! ¿Se puede saber qué hace aquí? ¿No se podía haber
quedado quieto en la morgue, haciendo su trabajo?
Empezó a
entender lo que pasaba.
–Subinspector,
ha sido usted, es verdad lo que dicen por ahí.
–¡No empecemos
con el tema de los rumores, doctor! ¡No tiene ni idea de lo que ha
pasado!
Ahora eran las
manos del policía las que temblaban, en cualquier momento podría
disparar.
–Ya entiendo,
maldito corrupto, usted estaba metido en los negocios sucios de esta
gente, por eso me llamó a mí para que hiciese la autopsia.
Necesitaba a alguien desacreditado como yo para poder archivar el
caso sin levantar sospechas.
–¡Ah, cállese,
doctor! ¡Ya le he dicho que no tiene ni pajolera idea de qué va
esto! ¡Estúpido necrófilo!
–¡Pues
dígamelo usted! ¿Por qué mataron a la chica? ¿Por drogas, por
dinero, o por algo más?
–Como ya le ha
dicho ese gilipollas, ya no importa. ¡Él mató a golpes a la chica!
¡Merecía morir!
–¡Y usted
merece la cárcel! ¡Por corrupto y asesino!
–Déjelo,
doctor, da igual –susurró la moribunda voz de Judath–, le
perdono.
–¡Qué me
perdonas, hijo de la gran puta! –el subinspector enfureció–,
¿Por qué? ¿Quién eres tú para perdonarme?
–Te perdono
porque ella me perdonó, antes de morir.
La luz del sol
entró por la ventana, iluminando la sucia estancia, en el momento en
que ese enorme asesino espiró.
Los dos hombres
se miraron, callados durante un buen rato, como si hubiera pasado un
ángel.
–Descanse en
paz –dijo el forense.
Tomás guardó el
arma y se santiguó.
–Y ahora qué,
subinspector, ¿me va a matar para que no hable?
–No, de la
Cruz, no. No voy a matarle, estoy cansado, y nadie le iba a creer.
–¿Y entonces?
–Entonces
volveremos a la comisaría, doctor. Usted hará la autopsia y se
olvidará del caso. Yo lo archivaré y me olvidaré de lo que pasó
con el cuerpo de la chica de Monteolivar.
–¿Y Judath? ¿Y
los disparos?
–No se
preocupe, doctor, alguien se lo encontrará y llamará a la policía.
Ya me encargaré de eso, confíe en mí.
El día
despertaba en el barrio, las tiendas del mercado abrían como si no
hubiera pasado nada, mientras los dos hombres paseaban como sin nada.
Ya habría tiempo por la noche para que volvieran los camellos y las
putas.
Cuando llegaron a
la comisaría, se encontraron con que el cadáver de la mujer había
desaparecido.
Más de un
testigo la vio salir, vestida con una bata blanca, al amanecer.
Dijeron que se despidió, sonriendo, con unas extrañas palabras que
sonaban a arameo.
–Era rumano
–intervino la agente Paulov–, significa “benditos seáis”.