José Francisco
Calvario se presentó en mitad de la plaza y esperó. Esperó de pie,
bajo el sol abrasador, sin desfallecer y sin bajar la mirada.
Meco Morales
llegó, con su traje italiano y sus gafas de sol, portando una
semiautomática de fabricación sueca. Se colocó frente a él, y con
una mirada de desprecio, preguntó:
–¿Quién eres?
¿Qué haces aquí? ¡Tú no eres al que espero!
–No importa
–contestó Calvario–, yo estoy aquí por él.
Al sicario no le
hizo ninguna gracia aquello.
–¿Qué
chingadera es esta? ¡Tú no eres a quien tengo que matar!
–Reynaldo
Coronas no va a venir, yo he venido en su lugar.
–¿Pero qué
dices, cabrón? ¡No seas pendejo! ¡No tengo nada contra ti!
Se le estaba
acabando la paciencia, él era un profesional y no tenía por qué
soportar eso, pero el bueno de José Francisco se empeñó en
permanecer allí, en lugar del terrible narcotraficante. Morales le
disparó en las rodillas, se supone que le tenía que hacer sufrir,
pero al final se decidió a vaciarle el cargador en la cabeza.
La gente escuchó
los disparos y acudió corriendo al lugar, y al ver el cuerpo tirado
en el suelo, empezaron a darle patadas.
–¡Toma,
desgraciado, por hacernos sufrir!
–¡Toma,
maldito, tus drogas no nos traerán más suplicios!
Los niños le
tiraban piedras, y las ancianas le escupían. Cuando llegaron los
policías, se pusieron a dispararle, ya fueran corruptos o no, aún a
sabiendas de que no era el auténtico Coronas.
La gente del
cártel desvalijó la lujosa casa de su jefe, llegaron a compartir el
botín con sus rivales, los hombres de Carranza, que habían llegado
con intención de matar. Ahora podían huir y empezar una nueva vida.
Los campos de
coca fueron arrasados por los agentes de la C.I.A, que vieron que el
negocio se acababa, y se marcharon de aquel pueblo que nunca les
recibió bien. Los jóvenes del lugar ya no podrían ganarse la vida
en aquellos cultivos, pero no lo sintieron, esa no era forma de salir
adelante.
Los aldeanos
enterraron el cuerpo de Calvario en el desierto. Nadie dijo nada, el
párroco rezó dos salmos, y nadie volvió a hablar de ello.
Reynaldo Coronas
y su familia se instalaron en una humilde choza, para vivir del
huerto de patatas que había junto a ella. En el pueblo nadie puso
ningún reparo, le aceptaron como a uno más.
Cada noche,
durante la cena, dan gracias a Dios por los alimentos recibidos, y a
aquel pobre campesino, por pagar sus pecados por él y por todos.