Todo empezó con el váter.
Hacía tiempo que la cisterna se atascó y tenían que meter la mano
y tirar a lo bestia. Ella quería que el casero pagara el arreglo,
pero él no le quería llamar. Con la suerte que tenía, terminaría
echándoles del piso.
Él no fue siempre así, pero
seis años en el paro acaban con la moral de cualquiera. A su edad ya
no estaba para corretear de un empleo a otro, como un jovenzuelo.
Ella le dijo que no se
preocupara, que saldrían adelante, pero el tiempo pasó y el chico
empezó a mirarle por encima del hombro, cuando consiguió un puesto
en la fábrica de alpargatas.
La niña, por alguna razón que
nunca llegó a entender, dejó de hablarle.
Cuando llegó a casa y se
encontró el retrete arreglado, sintió una puñalada en su orgullo.
Ella había pagado al fontanero con su pensión de invalidez.
–¡Maldita sea!
Cada vez que sacaba dinero de
más de la cuenta, se veía más culpable de todo.
–¡Ya era hora! –exclamaron
los chicos.
–No te enfades –dijo ella–,
sabes que no podíamos seguir así. Anda, relájate, siéntate y haz
tus cosas.
Pero él no se podía relajar,
hacía tiempo que su vientre no funcionaba como debía. Cuando tiró
de la cadena, empezó a escuchar algo. Un extraño goteo que sonaba
despacito, casi en silencio.
Plic, plic, plic…
Apretó bien fuerte la llave
del grifo, la de la ducha, y se aseguró de que no goteara por ningún
lado. Pero el sonido continuaba.
Informó a su mujer de aquello.
Le preguntó que qué chapuza había hecho el fontanero, que cuánto
le había cobrado.
–Yo no oigo nada –dijo
ella.
–¡Aquí no suena nada!
–gruñó el chico.
La niña se encogió de hombros
y negó con la cabeza.
A lo largo de la semana, él
siguió insistiendo, pues el ruido no paraba.
Plic, plic, plic…
Pero ellos no escuchaban.
–¿Estás seguro? Yo no oigo
nada.
–¡Que no! ¡Que no suena
nada!
Ella le decía que no se
preocupara, que todo estaba bien, pero el baño daba pared con pared
con el dormitorio, y no le dejaba dormir.
Plic, plic, plic…
–Cariño, ¿de verdad que no
lo oyes?
–Que no, cielo, duérmete.
A la una, a las dos, a las
tres… El goteo no paraba y él rondaba por la casa, como un
fantasma atormentado.
Buscaba algo que comer, pero no
había mucho en la nevera. Pensó en tomarse algún calmante, pero
hacía tiempo que se acabaron. Se puso unos algodones en las orejas,
pero el ruido no cesaba.
Plic, plic plic…
–¿Es que nadie lo oye?
–¿Te quieres callar?
¡Algunos trabajamos mañana!
El sonido parecía burlarse de
él, y cada gota que caía, le recordaba su fracaso, como padre, como
marido, como hombre.
–Papá, estás loco –le
dijo la niña.
Una mañana se levantó
temprano, no quería molestar, y salió por la terraza de la cocina.
Tardaron horas en encontrarlo, muerto en el patio.
Unas vecinas chillaban, otras
murmuraban.
–Se veía venir –comentaban
sus maridos.
El funeral fue discreto. La
mujer, los hijos y un par de primos. Sus cenizas se quedaron allí,
la vida seguía y no pensaban cargar con ellas.
–¿Por qué lo hiciste? –se
preguntó la pobre viuda.
Cuando llegó la factura del
agua, se dieron cuenta de que habían gastado más del doble.
–¿Por qué?
–¡No puede ser!
Gritaron, se indignaron, se
atacaron unos a otros. Llamaron al fontanero, revisaron la caldera,
los grifos y las cañerías. Nunca se les ocurrió pensar que la
cisterna goteaba.