
Era un preso distinto a los demás.
Mientras todos cumplían condena, él libraba una cruzada. Saltaba por el patio como si cabalgara a lomos de un blanco corcel, desfaciendo entuertos allá donde se le necesitara. Por las noches, en la celda, velaba sus armas y cantaba a su amada. Cada ducha era una batalla contra los gigantes que, ansiaban mancillar su honor.
Sucedía que, la abogada, sentía lástima por aquel hombrecillo y recurría, una y otra vez, para trasladarle a una institución mental. Mazazo tras mazazo, la petición era denegada.
–Esta claro que finge para librarse de la condena. Ha de pagar su crimen.
Él no quería someterse a las pruebas que demostraran su locura.
–Os lo agradezco de corazón, mi joven dama, pero yo me debo a mi amada, que en mis brazos murió y en este agujero ha de ser vengada.
Siempre la misma historia, siempre esa manía de huir de la realidad.
Se dio la ocasión en que el tribunal reconoció que, verdaderamente, el de la triste figura, debía estar loco para conseguir, desnudo y armado con una pastilla de jabón, matar a cinco grandullones con pinchos.
Razón de más para trasladarle.
–No, letrada –decía el juez –razón de más para que siga ahí, un tipo así sería peligroso en un manicomio, revolucionaría a todos los internos. ¡Apelación denegada!
Ella, sin intención de tirar la toalla, decidió ir a por todas y hacerle confesar su locura.
–¿Por qué mataste a tu mujer?
Él no se inmutó, pero, con un tono más sombrío contestó.
–La maté porque murió. Si hubiera sobrevivido sería intento de asesinato y yo ya estaría en la calle, pero, quísolo el destino así y aquí estoy, en este inmundo agujero, donde, con la ayuda de Dios, he de vengar su muerte.
Se levantó, sin tan siquiera mirarla y volvió a su celda, como el guerrero que regresa al campo de batalla.
La joven desistió, no había nada que hacer, la realidad le abandonó cuando cometió el asesinato.
Iba por la sala, mirando a los criminales sin remedio, consolándose con sus familias, cuando vio a un preso corpulento, los tatuajes se le confundían con las cicatrices, que jugaba con su pequeña hija. La escena era tan tierna que le hizo pensar que, la belleza, al igual que la verdad, era tan solo un punto de vista.
Ahora sabía como plantear el caso.
El tribunal de apelación se volvió a reunir.
–¿Se da cuenta, hija, del tiempo y energía que pierde por este criminal que no lo merece? –le decían.
La abogada, muy digna, contestó.
–¿Son ustedes conscientes, señorías, del error que han cometido al encerrar a un noble caballero, rodeado de rufianes y malandrines? Mientras siga en esa prisión, la vida de esos hombres corre peligro.