
De todas las estancias de aquella mansión sin muebles, le encontré en el sótano.
Era patético ver a ese ídolo dorado perder su brillo, tirado en un rincón.
Por un momento, habría sentido lástima si no fuera porque no tengo corazón.
–¿Eres la muerte? ¿Vienes a por mi? –Preguntó asustado.
Estaba drogado hasta las cejas y apenas se le entendía.
–No, –le contesté –no soy la muerte, pero vengo a por ti.
–¿Qué es lo que quieres? –Intentó gritar.
–No quiero nada, solo te traigo la gloria.
El pobre no soportaba la incertidumbre.
–¿De qué estás hablando? ¿Quién eres? ¿Te manda la discográfica?
–No, –le dije –no me manda la discográfica, pero deberían pagarme por lo que voy a hacer.
Cuando le apunté con la pistola se estremeció y empezó a vomitar como un poseso.
Al final se calmó y me enseñó un frasco de píldoras vacío.
–Si vienes a matarme, llegas tarde. –Dijo con los ojos llorosos.
–No, –le contesté –así solo serías un yonki más que no pudo soportar la fama. Yo vengo a elevarte a la categoría de dios.
De repente, despertó de su letargo y me miró con esa cara con la que se comía el mundo desde lo alto del escenario y me dijo:
–Dispárame a los huevos, eso dará que hablar.
Por un momento, me hizo sonreír.
–¡Ese es mi chico!