–¡Vamos,
gurriato, que no llegamos!
Ya estaba la
abuela metiendo prisa, cuando todavía quedaba mucho para que saliera
la procesión. Creo que era la pasión de Cristo, pero ella lo
llamaba el paso de los mil pasos, porque todos los años, al dar los
mil pasos, alguien la pifiaba y terminaban todos en el suelo, con el
Cristo embarrado. Y no fallaba, no, ella los tenía contados con su
rosario. El mismo con el que calculaba cuanto tiempo tenía que estar
el refrito al fuego y cuanta sal le echaba al puchero.
Madre mía, que
comilonas nos proporcionó ese rosario.
El pueblo era
pequeño y no había mucho que hacer. Los otros niños aprovechaban
esos días para jugar al fútbol en el patio de la escuela, pero yo
no me perdía una procesión con la abuela Emiliana.
Nos poníamos en
primera fila, en los altos del soportal, controlando todo el
recorrido, y ella con el rosario en las manos contaba cada paso y
apostaba quién caería primero.
En esas fechas
solía llover y eso ayudaba mucho, pero aquel año hizo un sol
tremendo, tanto que la prima Rosana se puso rubia. Se sentía tan
guapa que dejó a su novio de toda la vida.
–Vamos, no te
despistes –dijo la abuela–, que llevamos ciento siete pasos.
Ella apostó por
el nazareno que andaba como un pingüino despistado. Era Rodrigo, el
pobre no daba pie con bola desde que mi prima le dejó. Cuando estuvo
en la capital, se hizo un tatuaje con su nombre en el antebrazo y
ahora no sabía que hacer con él.
–Vamos,
alacrán, que van ciento treinta y cinco pasos y aún no has dicho
nada –insistió la abuela.
Yo me jugué un
bollycao por el encapuchado del tambor, que daba saltos como un
canguro. Era Sebastián, estaba furioso desde que Ana le abandonó.
Todos los chicos del pueblo querían “jugar” con ella, como en la
canción del Barrio Sésamo, y al final se fugó con un guitarrista
de Bilbao. Ahora Sebas le tiraba los tejos a Rosana. Creo que era por
despecho.
–¿Pero quieres
concentrarte en la procesión? –la abuela ya llevaba contados
doscientos cuatro pasos.
Un costalero
tropezó y casi lo manda todo al garete. El Cristo y el romano del
látigo se menearon un rato, pero al final no pasó nada.
–Tranquilo,
zagal –dijo la abuela–, solo llevamos doscientos treinta y tres
pasos.
Aquel incidente
hizo que nos fijáramos en un extraño nazareno.
–Mira, gorrión,
ese de allí tiene tetas.
Por un momento
perdí la cuenta, para preguntarme qué hacía una mujer en mitad de
la procesión. Debía ser Ruth, llevaba diez años intentando volver
con Sebastián y ahora aprovecharía que lo había dejado con Ana.
–Venga, venga,
estate a lo que hay que estar –el rosario de la abuela ya contaba
trescientos setenta y cinco pasos.
El sol nos daba
en la cara y la procesión iba más lenta de lo normal. Tenía miedo
de que el calor agotara a los costaleros y se vinieran abajo antes
de tiempo, pero la abuela estaba tranquila y convencida de que sería
en el paso mil.
–Mira –dijo–,
seguro que el encapuchado de las tetas grandes la lía.
–¿Se puede
cambiar la apuesta? –pregunté.
–No, lebrel, no
–contestó– tu ya te has jugado el bonllicaos ese por el
tamborilero.
A los
cuatrocientos seis pasos apareció Hilaria, la hija de la panadera.
–Buenas tardes,
Emiliana, ¿como va la procesión?
–Shh –le hizo
callar la abuela.
–Bonjour mon
petit monsieur –me dijo sonriendo.
Hablaba así de
raro porque se iba a ir a Mozambique con unos misioneros franceses,
para ayudar a los niños pobres.
Le expliqué que
estábamos mirando a aquel nazareno que parecía una mujer.
–Yo diría que
es Ruth –observó.
–¿Como lo
sabes? –pregunté asombrado.
–Por el
pechamen, nene, por el pechamen –se rió la abuela.
Dionisio, el
borracho del pueblo, quiso hacer una gracia y levantó la mano como
si hiciera autoestop. Sebastián le soltó un redoble de tambor en la
cara.
–Mal hecho,
nazareno, mal hecho –Gruñó Hilaria, con piedad–, Dios te va a
castigar.
En el paso
quinientos, el cielo se oscureció, como si un eclipse ocultara el
sol. Por un momento la abuela se asustó. Los eclipses le daban mucho
miedo, eso y los inspectores de hacienda. Con el sonido de un trueno,
ella se calmó, solo eran unos nubarrones que salieron de la nada.
–¡Empieza el
juego! –la abuela se animó.
A las quinientas
diecinueve cuentas del rosario, empezó a llover a raudales y el paso
se aceleró. Los tambores y las trompetas sonaban a ritmo de jazz.
Al mojarse, la
túnica de Ruth se le ajustó al cuerpo.
–¡Que lagarta,
no lleva sujetador! –exclamó la abuela.
La chica avanzaba
puestos, en aquella maratón de encapuchados, para alcanzar al
tamborilero saltarín.
–¡Seiscientos
pasos! –gritaba la abuela.
Las pisadas de
los nazarenos salpicaban de barro a la gente. Parecía que el romano
del látigo azotaba a los costaleros, en lugar del Cristo, para que
corriesen más.
–¡Setecientos
pasos!
Ruth se quitó el
capirote y llamaba a gritos a su amado.
–¡Sebastián,
te quiero, vuélvete, tu eres mi favorito!
–¡Ochocientos
pasos! –la abuela agarraba con fuerza el rosario.
Rosana se asomó
al balcón, preocupada por Sebas. Se puso un pañuelo en la cabeza
para que la lluvia no volviese su pelo castaño.
–¡Novecientos
pasos!
Rodrigo vio a su
amada en el balcón, expectante como un semáforo en rojo. Cuando se
fijó que su mirada buscaba al tamborilero se abalanzó sobre él
para darle una paliza.
La procesión se
fue a la porra, cayó como un dominó. Los dos nazarenos se
enzarzaron en una pelea. La tetona intentaba separarlos. Y mi prima
se quedó con el pelo oscuro.
Hilaria fue a
ayudar al Cristo a levantar la cruz del barro.
Era el paso mil.
La abuela se
frotaba las manos.
–¡Ja, ja,
gurriato, ya te lo dije, me debes un bonllicaos de esos!.