La
noche era cerrada, no había estrellas en el cielo ni luces en la
carretera. Hacía mucho que la ciudad desapareció del retrovisor. Ni
siquiera el viento soplaba. Los faros del coche alumbraban la nada y
en cualquier momento me dormiría sin tan siquiera saber a dónde
iba. Avisté una luz brillante a lo lejos, que me atrajo ante un
viejo motel. El letrero era tan luminoso que apenas pude leerlo. No
había coches en el aparcamiento ni luces en las ventanas. Parecía
estar cerrado, pero aún así entré.
El
sitio olía a rancio. Las paredes estaban enmoquetadas en un rojo
chillón bastante apagado y la recepcionista parecía una vieja
gloria de Hollywood decrepita. Me dijo algo que no entendí. Yo le
pedí una habitación para una noche. El polvoriento registro estaba
lleno de garabatos y firmas extrañas. Solo quedaba una habitación,
la 237. Firmé y cogí la llave, pero no recuerdo haber pagado. Le
pregunté por el bar, si la cocina estaba abierta y si aún podría
cenar algo. Ella señaló la puerta de la cafetería. Cuando iba a
entrar la oí decir entre dientes:
–Bienvenido
al Hostal Cartagena.
Aquello
no era un bar de carretera, era una enorme cafetería a modo de
discoteca antigua. Estaba desierta y no sonaba música alguna. La
bola de espejos del techo no reflejaba la luz. El camarero, detrás
de la barra, agitaba una coctelera. Parecía sacado de una película
de los cincuenta.
–¿Qué
va a tomar? –preguntó sin ganas– ¿Whisky,
Martini o champagne?
–No,
gracias –contesté–, llevo diez meses sin probar el alcohol. Solo
un café.
–Allá
usted ¿Le
echo un chorrito de coñac?
Le
ignore. Le pregunté por la cocina, quería cenar. Me dijo que estaba
cerrada desde el cuarenta y cuatro. No quise reírle la broma, me
tomé el café y me fui a la habitación. Si en la entrada olía a
rancio, la cafetería apestaba a ceniza.
El
pasillo era oscuro y daba la impresión de ir cuesta abajo. El
botones alumbraba con una ridícula vela. Aunque tenía la estatura
de un niño, parecía más bien un anciano. Su mano temblaba, y la
luz de la vela fluctuaba como si se fuera a apagar. Por un momento,
me recordó a un actor de los de antes, pero al no recordar su
nombre, dejé de pensar en ello. Estaba demasiado cansado y le seguí
hasta la habitación, sin decir nada. Cuando me abrió la puerta,
farfulló:
–Bienvenido
al Hostal Cartagena.
La
habitación era extraña de una manera que no sabría explicar. El
espejo del techo me hizo pensar que era más un burdel que un hotel
de carretera, pero no quise darle vueltas al asunto y me dormí. Me
dormí con una inquietud que me hacía dar vueltas en la cama. Ignoro
cuanto tiempo había pasado, pero el sonido de la puerta me alertó.
Una mujer, pálida como la muerte, entró en la habitación. Su
desnudez me paralizado, sus siniestros ojos me miraron durante un
buen rato, y cuando menos me lo esperaba, se metió en mi cama. Me
sentí incapaz de reaccionar. Ella me abrazó, me abrazó con fuerza,
y el frío invadió mi alma.
Me
desperté chillando, mirando a mi alrededor con desesperación. No
había nadie. Todo estaba en su sitio. Por un momento intenté
relajarme, pero en el fondo sentí que ella seguía allí.
Salí
corriendo, sin tan siquiera saber a dónde iba. El pasillo parecía
más largo que antes. El silencio era enfermizo. Cuando me di cuenta,
me encontré en la cafetería, en calzoncillos y sin saber qué
hacer. Aunque el sitio seguía vacío, me senté en un reservado para
disimular mi desnudez. El olor a ceniza era mayor, como si una
convención de fumadores hubiera estado allí recientemente. En la
pared había antiguas fotos del lugar, en ellas salían celebridades
de la época, nobles, actrices, toreros y periodistas.
–¿A
usted también le han echado?
Un
tipo gordo y calvo se sentó frente a mí. Estaba en calzoncillos y
camiseta.
–No
se preocupe –dijo sonriendo–, aquí pasa muy a menudo.
Yo
le miré, sin saber qué decir.
–Ya
se acostumbrará –siguió hablando mientras miraba las fotos–,
este sitio tiene más años de los que recuerdo.
Llegó
el camarero, intentando sonreír.
–¿Qué
van a tomar, whisky, Martini o champagne?
–Ponme
un cubata –contestó el hombre–, y a mi amigo...
–¿Al
caballero un café? –preguntó en un intento de burla.
–Sí,
gracias –gruñí.
El
tipo se puso a contarme batallitas del pasado, una tras otra, entre
cubata y cubata, y cuando parecía que no lo iba a hacer, se calló.
Se encendió un puro, y me miró muy serio.
–Bueno, ¿me
lo va a contar?
–¿Contarle
el qué? –pregunté extrañado.
–Pues
qué va ser, lo que le ha traído a este lugar.
–¿A
mí?, nada –dije sin convicción–, sólo estoy de paso.
Ahora
su cara era de circunstancia, me miraba como si se apenara de mí.
Entonces se bebió su octavo cubata de golpe, y se levantó. Me dio
una palmada en el hombro antes de irse.
–Bueno,
ya nos veremos. Me voy a matar a la bestia –dijo sin inmutarse, y
salió de allí tarareando una antigua canción.
La
escena era demasiado ridícula, no quería entenderla, y decidí
volver a la habitación. La recepcionista me vio pasar y me preguntó
algo, mientras fumaba como una vieja locomotora. Intenté ignorarla,
pero cuando me alejaba pude oírle decir:
–Bienvenido
al Hostal Cartagena.
El
pasillo se veía más oscuro que antes. Eché en falta al
niño/anciano de la vela. Ahora se oían susurros, pero no los quise
escuchar. La habitación parecía tranquila, no había nada que
temer, estaba cansado y todo aquello debía de ser una pesadilla.
Solo necesitaba dormir.
Ella
volvió a aparecer, desnuda, pálida y fría. Daba vueltas por la
habitación, sin dejar de mirarme. Yo me acurruqué bajo las sábanas
como un chiquillo asustado que esperaba que aquella horrible visión
desapareciera. Pero no lo hizo, cuando la sentí meterse en la cama,
salí corriendo de allí. Esta vez agarré la ropa y me la puse en
algún momento, en ese tenebroso pasillo.
Aunque
iba descalzo, entré en la cafetería y me senté junto a la barra.
Al otro lado había un hombre raro, con cara de loco, que murmuraba
algo sobre el amanecer. Quise preguntarle, pero el camarero apareció
como de la nada, y preguntó:
–¿Qué
va a tomar el señor esta noche? ¿Otro
café?
Y
aunque el tipo era muy serio, tenía la impresión de que se burlaba
de mí.
–Sí,
claro –gruñí.
–¿Seguro
que no quiere que le eche un chorrito de Coñac?
Una
vez más, le ignoré. Quería saber más sobre aquel extraño tipo
que sostenía un cuchillo al otro lado de la barra, pero cuando me
giré ya había desaparecido.
–Se
ha ido a matar a la bestia –comentó el camarero.
La
bestia, otra vez la bestia. Todo aquello era muy raro, pero no
pregunté. Me fui sin tomarme el café. Estaba claro que tanta
cafeína me había desvelado y me hacía ver cosas que no eran
verdad.
Al
pasar ante la recepcionista, me dijo con su agria voz:
–Bienvenido
al Hostal Cartagena.
El
pasillo parecía aún más oscuro. Se oían voces lejanas y extrañas
pisadas. A cada paso que daba, más tenía la impresión de
adentrarme en el infierno. Quise relajarme al entrar en la
habitación, pero me puse a registrarla para asegurarme de que era un
sitio seguro, y podía dormir tranquilo. La cama estaba vacía, pero
la vi a ella en el espejo del techo. Estaba allí, retozando conmigo,
y cuanto más me abrazaba, más veía mi cuerpo congelarse. Aquella
visón me horrorizó, como si fuera verdad lo que estaba viendo.
Sentí un escalofrío por todo mi cuerpo, y salí corriendo como alma
que lleva el diablo, por ese interminable pasillo. Había un anciano
tirado en el suelo, pidiendo ayuda, pero yo no paré hasta llegar a
la salida. La recepcionista intentó decir algo, pero la ignoré.
Crucé la puerta con decisión. Entonces me encontré de nuevo en la
cafetería.
No
podía ser.
Había
gente sentada en los reservados que me miraban y murmuraban. En uno
de ellos se encontraba el hombre de antes, saludándome con la mano.
Ahora tenía puestos los pantalones, pero su camiseta, estaba
manchada de sangre.
–Bueno,
bueno –me sonrió–, cuanto tiempo. Me alegro de verle.
Me
senté junto a él.
–Pero, ¿qué
ha pasado aquí? –pregunté asombrado.
–Na,
no se preocupe –dijo colocando un cuchillo ensangrentado en la
mesa–, solo he matado a la bestia.
–¿A
la bestia?
Quise
preguntarle por toda esa locura, pero el camarero me interrumpió con
su sequedad habitual.
–¿Qué
van a tomar los señores? ¿Cubalibre? ¿Café?
–No,
qué va –contestó–, ponme un chato de vino, y a mi amigo ponle
otro.
Estaba
muy cansado y cedí. Afirmé con la cabeza, dispuesto a tomarme un
vino para calmar mis nervios.
–Lo
siento, caballero –advirtió el camarero–, pero no tenemos vino
desde el treinta y seis.
Por
un momento sentí que no era una burla, que hablaba en serio.
–No
importa, nos bastarán un par de cubatas –añadió mi amigo.
Me
di cuenta de mi error y decidí salir de ahí antes de que volviera
al agujero negro del alcohol, pero un muchacho pálido y delgado, se
puso delante.
–¿Es
usted el nuevo? ¿El
de la habitación 237? –pregunto sonriendo, mientras agitaba una
copa de coñac.
Afirmé
con la cabeza, mientras seguía en mi intento de levantarme.
–¿Qué
le traé por aquí? –continuó– ¡Pero
no se vaya, hombre!
Le
empujé. El coñac se estrelló contra el suelo mientras yo salía
por la puerta. La recepcionista, al verme pasar, dijo:
–Bienvenido
al Hostal Cartagena.
Intenté
salir una vez más, pero me encontré corriendo, de nuevo, por ese
profundo pasillo. No quería volver a la habitación, sólo quería
salir de allí. Apenas podía respirar. El rojo apagado de la moqueta
parecía estar bañado en sangre. Y aunque estaba agotado, no podía
dejar de correr. Una anciana, vestida como una vulgar prostituta, me
chistaba desde un rincón.
–¿No
pensarás abandonar el hostal sin probar sus placeres? –me dijo.
Yo
corrí, corrí sin parar, mientras esa mujer intentaba mostrarme un
pecho. Se empezaron a oír gritos y carcajadas, que atormentaban mi
alma. Y cuando me paré ante la puerta de mi habitación, la 237, se
me aparecieron dos niñas tenebrosas, manchadas de sangre, que decían
sin parar:
–Ven
a jugar con nosotras. Ven a jugar con nosotras.
Grité.
Me derrumbé como un saco de patatas en el suelo. Yo sólo quería
despertar de aquella horrenda pesadilla.
Por
fin desperté. Tenía la sensación de haber pasado una eternidad en
esa habitación. Pero todavía era de noche. Ahora estaba tranquilo,
había descansado. Me di una ducha fría, porque por más que girase
la llave no salía agua caliente. No me importaba, yo sólo quería
salir de ahí. Mi ropa había desaparecido, sólo pude encontrar un
elegante frac hecho a mi medida, en el armario. No me lo pensé dos
veces y me lo puse. Cogí mi cartera, el reloj, y me calcé los
zapatos. Ya era hora de salir de aquel sitio.
En
el pasillo se escuchaban voces, cuchicheos y un continuo ir y venir
de gente. Por muy extraño que pareciera, no me daba miedo, más bien
parecía el ajetreo anterior a una fiesta. Aunque ahí no había
nadie. Cuando llegué a la salida, la recepcionista estaba fumando
con boquilla, se la veía más joven, como una estrella de Hollywood
en todo su esplendor. Se levantó, y con una bonita sonrisa me dijo:
–¿No
va a desayunar? Le están esperando.
Por
alguna razón no supe decirle que no. Supongo que era demasiado
guapa. Entré una vez más en la cafetería, pero ahora todo era
distinto. Había mucha gente vestida de gala. La bola de espejos
relucía, y una orquesta tocaba en el escenario aquella canción de
los años setenta. El hombre calvo estaba allí. También llevaba un
frac, pero tenía una puñalada en el pecho.
–No
se preocupe –dijo sonriendo–, es que mi mujer se pone hecha una
furia cada vez que la mato. Pero no es nada. Llevamos así muchos
años.
Ni
siquiera me inmuté. Ya me daba igual. El camarero llegó sonriendo,
y nos dio una copa de champagne a cada uno. Yo acepté gustoso. La
gente bailaba alrededor. El anciano del suelo y la prostituta del
pasillo parecían más jóvenes. Las dos niñas correteaban al otro
lado del salón. El joven del coñac se acercó a nosotros. Yo me
disculpé por lo de la noche anterior.
–No
se preocupe –dijo sonriendo–, eso ya pertenece al pasado –y me
ofreció un puro.
En
el fondo sabía que eso no estaba bien, pero me dejé llevar y
compartí con esa gente su felicidad, brindando y bebiendo champagne,
y fumando habanos, uno tras otro.
Entonces
la vi allí sentada en un reservado, con un vestido rojo escotado que
la hacía muy sexy. Parecía ajena a la fiesta, mirando a ningún
lado con sus ojos fríos. No sé por qué, pero me acerqué.
–Hola, ¿puedo
invitarte a algo?
Ella
no contestó.
Atontado
como un adolescente, le solté las típicas frases, pero ni siquiera
me miró. Me senté junto a ella y le ofrecí una copa de champagne.
–¿Nos
conocemos de algo? –pregunté.
Ella
miró una foto de la pared, una mas grande y vieja que las demás.
Era de la promoción del sesenta y siete, en ella estaban todas las
celebridades de la época, y en el centro un tipo sonriente que, por
alguna extraña razón, me parecía familiar. No lo pensé más y me
decidí, la saqué a bailar. La orquesta tocaba una y otra vez la
misma canción. Ella me abrazó. Me abrazó con tanta fuerza que
sentí el frío de su cuerpo. Entonces escuché a la orquesta cantar
el estribillo de la canción, que decía algo de matar a la bestia.
Fue entonces cuando recordé de que canción se trataba. Fue cuando
comprendí que no amanecería nunca, y que el tipo de la foto era yo.
Allí
estaban todos, felices, alzando las copas en mi honor, gritando al
unísono:
–¡Bienvenido
al Hostal Cartagena!