Dibujo de Universo Pamp.
El ascensor se paró, la luz se fue, y tú me abrazaste. Me abrazaste con fuerza, y aunque sé que fue más miedo que amor, o pasión, yo te besé. Te besé por todas las veces que fui incapaz de decirte nada. Tú tampoco hablaste, ni hiciste nada por apartarme. No sé cuanto tiempo estuvimos así, pero para mí fue una dulce eternidad. Cuando la puerta se abrió, me empujaste, asustada como si aquello no fuera contigo. Entonces apareció él, como un bombero de película que venía a tu rescate, y te lanzaste a sus brazos. Pero no fue igual, a él no le abrazaste con la fuerza con que me abrazaste a mí. Ahora, cada vez que subimos o bajamos, deseo con fuerza que la luz se apague, para amarte una y mil veces, cuando el ascensor se vuelva a parar.
viernes, 17 de enero de 2014
lunes, 6 de enero de 2014
Paco y el monstruo
Esta vez el dibujo es mío.
Paco
tiene un monstruo en su habitación, que por las noches le atormenta,
riendo y agitando los brazos. El pobre grita y grita sin parar, hasta
que su madre enciende la luz y se lo encuentra sentado en la cama,
temblando de miedo.
–Hijo,
¿qué te pasa?
–¡Mamá,
un monstruo, un monstruo! –repite una y otra vez, señalando al
perchero.
Ella
le abraza para calmarle.
–No,
cariño, no, sólo es tu abrigo en el perchero, cálmate.
Pero
él lo sigue viendo, y sigue gritando.
–¡Un
monstruo, un monstruo!
Ella
le abraza más fuerte hasta que logra calmarle.
–No
te preocupes, cielo, solo ha sido un sueño.
Y
se lo lleva a dormir a su cama.
A
su padre no le hace ninguna gracia.
Y
así noche tras noche.
–¡Mamá,
un monstruo, un monstruo!
–Pero,
hijo, ¿no ves que es el perchero? Tranquilízate.
–Mamá,
¿puedo dormir con vosotros?
–Vale,
pero no te acostumbres.
Y
aunque Papá refunfuña, a Paco no le importa. Sabe que estando allí
sus padres, el monstruo no se atreverá a entrar.
Su
padre se hartó y aprovechó la hora del desayuno para decírselo.
–Paquito,
ya eres mayor y tienes que dormir en tu cama. Ya sabes que los
monstruos no existen.
El
pobre niño no supo qué contestar. Tenía la boca llena de
chococrispis.
Pero
el monstruo seguía apareciendo.
–Mamá,
¿puedo dormir con vosotros?
–No,
hijo, no, tienes que ser valiente –ella le acarició–, duerme
tranquilo.
–¿Me
puedes dejar encendida la luz del pasillo? –preguntó.
Ella
negó con la cabeza, apagó la luz y cerró la puerta.
Paco
se acurrucó bajo la funda nórdica. Dentro hacía mucho calor, pero
él no quería salir. Intentaba tranquilizarse, pero tenía miedo.
Cuando empezó a oír la siniestra risa del monstruo, cerró con
fuerza los ojos, apretando los dientes, y se tapó las orejas.
Aguantó un buen rato así, hasta que no pudo más y asomó la cabeza
para respirar. Entonces lo vio, agitando los brazos, con los ojos
rojos y los dientes afilados.
–¡Mamá!
La
puerta se abrió y la luz se encendió. Esta vez era Papá, y estaba
enfadado.
–¿Se
puede saber qué pasa?
–¡Papá,
un monstruo, un monstruo! –gritaba señalando.
–¿No
ves que solo es un abrigo colgado en el perchero?
Paco
estaba aterrado, quería pedirle que le llevara a su cama, pero sabía
que él no le dejaría. Al final, el padre se apiadó.
–Vamos,
hijo, –dijo acariciándole la cabeza– no lo pienses más y
duérmete.
Paco
le miraba con los ojos llorosos.
–¿Si
te doy esta linterna te quedas más tranquilo?
El
niño afirmó con la cabeza.
Le
dio la linterna, le arropó y le besó en la frente. Apagó la luz y
cerró la puerta.
Cada
vez que el monstruo se reía, Paco le enchufaba con la linterna, para
asegurarse de que solo era un perchero. Y así se pasó un par de
horas, hasta que se acabaron las pilas. Entonces, se volvió a meter
bajo el nórdico, asustado, repitiendo una y otra vez:
–Eres
un perchero, eres un perchero…
El
padre se quedó mirando como su hijo mojaba tristemente, una
magdalena en el colacao.
–Paco,
¿qué te pasa?
–Que
soy un cobarde –contestó.
El
padre se emocionó.
–No,
hijo, no.
–Sí,
Papá, yo quiero ser como los valientes que no tienen miedo, pero soy
un cobarde.
Él
le puso la mano en el hombro y le miró de esa manera que tenía de
mirar cuando iba a decir algo importante.
–No,
hijo, no, los valientes también tienen miedo, pero se enfrentan a
él. Por eso son valientes – le guiñó el ojo, sonriendo–.
Además, tu y yo sabemos que los monstruos no existen.
Paco
se quedó pensando, viendo a su padre irse a trabajar.
Una
noche más, el monstruo acudió, con su siniestra risa. Paco,
asustado bajo la funda nórdica, se decía a sí mismo:
–Tienes
que ser valiente, tienes que ser valiente…
Pero
el monstruo seguía riéndose. Él repetía una y otra vez:
–Tienes
que ser valiente, tienes que ser valiente…
Paco
pensó que si atrapaba al monstruo, sus padres verían que es verdad,
y se decidió a tenderle una trampa. Apretó los dientes y, sin
salirse del nórdico, se escurrió debajo de la cama.
–Soy
valiente, soy valiente –se repetía.
Su
plan era salir por el otro lado de la cama y pillar al malvado
despistado. Allí abajo estaba muy oscuro. Al fondo se veía algo
brillar.
–Soy
valiente, soy valiente…
Cada
vez tenía más miedo, pero era ese miedo el que le empujaba a seguir
adelante. Pensó que sería algún juguete brillante que había
perdido allí, e intentó ignorarlo.
–Soy
valiente, soy valiente…
Cuando
salió al otro lado, estaba muy nervioso y temblaba sin parar. A
pesar de la oscuridad, entraba luz de la calle y podía ver la
silueta del monstruo agitando los brazos. Estaba de espaldas. Era el
momento de atacarle.
–Soy
valiente, soy valiente…
Apretó
los puños y tomó carrerilla, saltó sobre el arcón de los
juguetes, y desde ahí arremetió contra el cruel monstruo.
–¡Aaah!
–gritaba con los ojos cerrados.
El
perchero, al caer, soltó un estrepitoso ruido. La luz se encendió.
Era Mamá, estaba muy enfadada.
–¡Por
el amor de Dios! ¿Se puede saber qué haces?
Paco
se encontraba en el suelo, agarrando el perchero y mordiendo el
abrigo.
–¡Ya
estoy harta –gritaba la madre–, te vas a dormir de una vez, y no
quiero volver a oír nada de la historia del monstruo!
Metió
al niño en la cama, levantó el perchero, colgó el abrigo, apagó
la luz, y se fue dando un portazo.
Paco
estaba furioso, su madre se había enfadado con él por culpa de
aquel estúpido monstruo que no le dejaba dormir. Apretó los
dientes, e intentando no gritar, miró fijamente a sus ojos rojos.
–Maldito
monstruo, ya no te tengo miedo, ya no te tengo miedo…
Y
así estuvo toda la noche, hasta que se quedó dormido y el monstruo
desapareció.
Algunas
noches, el monstruo vuelve con su risa tenebrosa y sus ojos rojos,
pero Paco ya no le escucha, y aunque él sigue allí, el miedo se
fue. Ahora Paco duerme feliz.
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