Con tan solo doce
años, Je'jee sentía que había perdido su infancia. Ya no recordaba
a sus padres, solo el día en que los soldados llegaron a la aldea y
se llevaron a todos los niños. Desde el momento en que le pusieron
un arma en las manos, todo fue disparar y disparar. Disparar en el
nombre del rey, disparar en el nombre del presidente, por la
república democrática, o por el honor del batallón. El batallón
era todo lo que tenía, Mvondo, Youssouf, Kimbu, y los demás niños;
y el sargento Chumbo, con ese mal genio que tenía, siempre ordenando
disparar. Hasta que aparecieron los soldados blancos, y dijeron que
la guerra había acabado, que volvieran a sus casas. Pero Je'jee ya
no tenía casa, así que se subió al monte, a correr libre y
salvaje.
Allí se sentía
bien, solos la naturaleza, las bestias y él. ¿Sería eso lo que
llamaban felicidad?
Un día, Je'jee
escuchó reír a alguien, detrás de los árboles. Aquello le llamó
la atención y fue a mirar. Se trataba de unas hienas que estaban
comiendo. Le hicieron tanta gracia que se fue con ellas. Así pasó
un tiempo, correteando y comiendo carroña, sin saber por qué se
reían, hasta que se encontró con un anciano que les miraba
atentamente.
–¿Qué haces,
muchacho, con esas carroñeras? –le preguntó.
El niño, sin
saber qué decir, le ofreció un poco de comida, sonriendo con
timidez.
–Anda, chico,
deja eso y vente conmigo al poblado, donde podrás vivir como es
debido.
Mientras subían
la montaña, Je'jee, nervioso, no paraba de preguntar.
–¿Eres el
chamán de la tribu?
–No, Je'jee, yo
soy el abuelo de la tribu. El abuelo Yo'seh.
–¿Qué es ese
palo que llevas?
–Es mi báculo.
–¿Es mágico?
¿Es para hacer conjuros?
–No, Je'jee, es
para no caerme.
El niño se hizo
en seguida amigo del abuelo, y le contó su historia. Le contó lo
poco que recordaba, entre disparo y disparo. Le explicó que se fue
con las hienas porque se había olvidado de cómo reír.
–¡Bah! ¿Qué
sabrán esas bestias lo que es reír?
El abuelo empezó
a contarle historias graciosas, una tras otra, como la de Mo'rrondo,
que tenía una enorme cabeza, y cada vez que pasaba entre los árboles
se quedaba atascado, haciendo que los pájaros le picotearan.
Je'jee se
desternillaba de risa, y el anciano le decía:
–Pero no te
rías, muchacho, que picoteo a picoteo, no solo le liberaban, sino
que también le quitaban los piojos.
Y así, cuento
tras cuento, carcajada tras carcajada, moraleja tras moraleja,
llegaron al poblado. Todos les recibieron con alegría. Allí todo
era felicidad, los hombres trabajaban cantando, las mujeres cocinaban
bailando, y los niños estaban deseosos de ser amigos del nuevo.
Estaba Dumisani, con una gran vitalidad, estaba Sandile, tan alegre y
gracioso, y estaba Dianka, con sus brillantes ojos y esa preciosa voz
que tenía al cantar. Jugaban al escondite, al pilla pilla, a las
canicas y al fútbol, donde a veces se daban patadas y empujones, y
en más de una ocasión, terminaban peleándose; pero al final, todo
acababa en risas.
Allí todo era
risas y canciones. Je'jee no pudo evitar acordarse de los niños de
la tropa, siempre tristes, y del sargento Chumbo, siempre enfadado.
Recordó sus gritos y sus golpes. Recordó los disparos y las
explosiones. Comprendió entonces que esa pobre gente de ahí abajo,
que solo sabía guerrear, nunca podría ser feliz, y sintió pena por
ellos. Decidió que tenía que volver allí, para enseñarles a reír.
Cuando se lo
contó al abuelo, este se disgustó. Se opuso de mil maneras, le dijo
que no, que no, y que no.
–Tú no sabes
cómo están las cosas ahí abajo, abuelo, tengo que ir –dijo el
muchacho.
El anciano,
emocionado, tuvo que ceder, y orgulloso, le dio su báculo, para que
no se cayera.
–Recuerda, hijo
mío –le dijo–, que allá a donde vayas, la risa siempre irá
contigo. Al fin y al cabo, la llevas en el nombre.
Todos le
despidieron con cánticos y palabras de ánimo. En el fondo, Je'jee
sentía miedo, pero estaba decidido y no se iba a echar atrás.
Contaba con los juegos que le habían enseñado, y con las divertidas
historias del anciano. Se apoyó en el bastón y emprendió su
camino.
Mientras bajaba
el monte, podía oír las carcajadas del abuelo Yo'seh.
¡Jeje, jeje,
jejeje, jejejeje!
Este cuento se lo dedico, como homenaje, a Ana María Matute, que me lo ha inspirado.
ResponderEliminarRisas y más risas. Muy emotivo.
ResponderEliminarGracias, Rut, por visitar mi hostal. La risa es muy necesaria, cuando las cosas van mal, hay que reír.
EliminarMe alegra leer este cuento, David. Me gusta porque atrapa desde el principio;la historia está bien estructurada, va progresando con ritmo y sin ocultar ni sobrar información. El tono es adecuado, los personajes están bien identificados psicológicamente. La ambientación escénica se ajusta a tu estilo y preferencias narrativas. El final es coherente con lo que narras en pasajes que anteceden. ¿Qué más quieres que te diga? Un abrazo, "salao".
ResponderEliminar¿Pero qué más vas a poner, Alejandro, si lo he hecho con tu ayuda?
EliminarGracias.
Nada de eso, David. Lo único que yo he hecho ha sido leerlo. Me gustó y me sigue gustando. Un abrazo
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarUna fábula muy bonita David. Muy bien contada, con un hilo conductor que te guía hasta el final sin perderse por el camino. Me gusta mucho. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias, Conchi. Haz como Je'jee, y ríe, ríe sin parar.
EliminarUn besote.
Nunca es tarde para aprender a reir. Afortunados, nosotros, a quienes nos parece que nacimos sabiendo. Gracias, David.
ResponderEliminarBienaventurados los que no saben, porque lo podrán aprender todo. Jeje.
ResponderEliminarUn abrazo, Pepa.
Muy bueno David. Espero que tu risa siga siempre también. Un bsazo.Marisol
ResponderEliminarGracias, Marisol. No puedo perder mi risa, porque cuando se acaba la esperanza, solo nos queda el humor.
EliminarNo te mando un besote, que tu marido está mirando >)