–¡Lario, tienes visita! –avisó el guardia, aporreando las rejas.
–¿Yo? ¿A qué voy a tener
yo una visita? –gruñó el malhumorado preso, desde el fondo de la
celda.
–Vamos, hombre, que no tengo
todo el día –le dijo mientras abría la puerta.
Malditas las ganas que tenía
el reo de hablar con nadie, en un día como ese, pero se levantó
rechistando, y empezó a caminar despacito.
–¡Venga, hombre, date un
poco de prisa! –insistió el funcionario.
¿Quién podría ser? Ya nadie
quería cuentas con él.
Los pasillos de la cárcel se
hacían interminables. Parecía que no quería llegar a la cabina,
pero cuando lo hizo, se encontró con un viejo de barba larga al otro
lado del cristal.
–Buenas tardes –saludó
sonriendo.
–¿Quién coño eres tú?
¿Qué cojones quieres?
–Caramba, muchacho –los
mofletes se le sonrojaron–, no seas tan malhablado.
–¡Déjate de gilipolleces y
contéstame!
El anciano le miró a los ojos.
–Elegario, hijo, ¿no sabes
quién soy?
–¡A mí no me llames hijo,
tú no eres mi puto padre!
–Elegario –bromeó–, te
voy a lavar la boquita con jabón.
El cautivo se levantó,
furioso, y golpeó al cristal.
–¡Me cago en to lo que se
menea! ¿Es que has venido a cachondearte de mí?
–¡Lario, siéntate y deja de
gritar! –intervino el carcelero.
–Vale, tío –intentó
controlarse–, ya puedes empezar a largar.
–Tranquilo, chico, tranquilo…
–¡Una polla, tranquilo! ¡Ya
me estás diciendo a qué has venido o…
–Eh, eh, eh –el anciano se
puso serio–, baja esos humos, chaval, que no estás hablando con
cualquiera. Que el que tú no sepas quién soy yo, no quiere decir
que yo no sepa quién eres tú.
–¿Tú qué carajo vas a
saber? ¡Gilipo…
–Y deja de hablar con ese
lenguaje de barriobajero. ¡Que sé de dónde vienes!
–¡Esos gritos! –el guardia
volvió a increpar.
–Está bien, está bien –se
tranquilizó un poco–, ¿qué se supone que sabes?
–Lo sé todo, muchacho –el
viejo volvió a sonreír.
–¡Ja! –se burló el
presidiario.
–Sé por qué estabas
llorando, en un rincón de la celda.
–¿Qué? –se alarmó–
¿Quién te ha dicho eso? ¿Quién ha sido?
–Ya te he dicho que lo sé
todo.
–¡Déjate de coñas, viejo
de mierda, y contéstame!
–¡Esos gritos, Lario!
–Y tú deja ya ese tono, que
todos sabemos que no eres tan fiera.
El anciano se tomó un tiempo
para sacarse una petaca granate de la chaqueta y darle un buen sorbo.
La nariz se le puso colorada.
–Estabas llorando como aquel
día que los Reyes Magos no te trajeron la maquinita de Don King
Kong.
Lario se estremeció, e intentó
mantener el tipo.
–Se
dice Don Key Kong.
Palurdo.
–Lo que tú digas –el viejo
sonrió, intrigante–, conmigo no tienes que hacerte el duro. En el
barrio todavía se acuerdan de ti. Lalo, Chechu, las gemelas..., y
Almudena.
–¿Pero qué me estás
contando, jodio carcamal?
–¿Te acuerdas de cuando la
perseguías para darle capones?
–¡Mira, tronco, ya me estás
tocando los huevos!
–¡Otro grito más, y te
llevo a hostias hasta la celda!
–Elegario,
hijo, que ya no somos unos críos, que tú no eres tan duro, ni tus
crímenes tan graves.
El hombre templó los nervios.
–¿Te acuerdas de los helados
del puesto de la señora Laura? –continuó el anciano– ¿De los
pedos que se tiraba Nemesio? ¿De las broncas que echaba don Rigaño?
¿Y de las batallas de bolas de nieve, en la explanada del Cesio?
Lario intentaba no llorar. No
sabía cómo aquel anciano rechoncho podía saber todas esas cosas,
pero le había tocado la fibra sensible.
–¿Pero qué quieres de mí?
–Nada, muchacho, nada –le
dio otro trago a la petaca–. Solo que te des otra oportunidad.
Deberías pasarte a verles, cuando te suelten. ¿Has visto lo que te
he traído?
Señaló, con la mirada, a un
pequeño paquete que había junto a las manos del reo.
–¿Pero cómo coj…, cómo
lo has pasado aquí? –le preguntó, extrañado.
Él le guiñó un ojo.
–Feliz navidad. Anda, tonto,
ábrelo.
Los
dedos le temblaban, mientras retiraba el papel de regalo. El alma se
le cayó a los pies cuando vio que era la maquinita de Don
Key Kong que pidió, años
atrás, a los Reyes Magos. El pobre seguía intentando no llorar.
–Por cierto –añadió el
misterioso hombre–, ayer hablé con Esther.
–¿Has hablado con mi
ex-mujer? –el preso levantó la mirada, volviéndose a poner a la
defensiva.
–Dice que está dispuesta a
perdonarte.
–¿Qué? –estaba
desconcertado y no sabía qué pensar– ¿Acaso quiere volver
conmigo?
–Tampoco te subas a la parra,
solo dice que cuando salgas de aquí, podría dejar que vieras a las
niñas.
–¿Estrella, Luz? ¿Has
hablado con mis hijas? –estaba enfureciendo.
Él afirmó con la cabeza.
De repente, Lario saltó contra
el cristal, gritando y dando golpes.
–¡Maldito cabrón! ¿Qué
les has dicho? ¡No te acerques a mis hijas!
Los guardias pasaron, con las
porras en la mano, y lo sacaron a golpes.
–¡Te voy a arrancar la
cabeza! ¡Hijo de la gran puta! ¡Que sé dónde vives! –continuó
despotricando, mientras sus manos se aferraban a la maquinita.
–En el Polo Norte –susurró
para si mismo.
Mientras
se lo llevaban a la celda, pudo escuchar la irritante risotada del
anciano que se iba.
–Ho, ho, ho…