Aquella mujer menuda se abalanzó contra la muerte, cuando la vio acechando en la habitación de su hijo.
–¡Ah, no, eso sí que no! ¡Tú no te vas a llevar a
mi niño!
–¡Señora! –le gritó, mientras ella le pegaba con
el bolso– ¡Que el chico ya tiene treinta años! ¡Déjele librar
sus propias batallas!
–¿Me vas a decir, tú, lo que tengo o no tengo que
hacer? ¿Eh? ¡Miserable!
Y los golpes no paraban de caer sobre la parca.
–¡Pero, bueno! ¿Quiere dejar de sacudirme con el
bolso? ¿No ve que estoy haciendo mi trabajo?
–¡Ni trabajo ni na, tú a mi hijo no te lo vas a
llevar!
Los gritos se oían por todo el hospital. El médico
corrió a separarles.
–¡Señora, por Dios! ¿Es que no ve que el chico
tiene leucemia, y va a ser difícil de curar?
Ahora los bolsazos volaban a dos bandas.
–¿Pero qué dice usted? ¡Sinvergüenza!
La enfermera se vino arriba y enchufó al paciente con
el desfibrilador, como había visto, cientos de veces, en las series
de televisión.
–¡Rápido, inyéctele quinientos miligramos de
Espirefrina!
–¿Acaso sabes lo qué es eso? –objetó la
auxiliar.
–¿Acaso lo sabes tú? ¡Pínchale!
–¡Señorita! ¿Qué hace? ¡Que se va a cargar al
paciente!
El oncólogo intentaba escibar, con dificultad, los
mamporros de la madre.
–Quite, doctor, quite. Que tenemos que reanimar al
muchacho. ¡Y quíteme de encima a la de la guadaña!
–¡Ven aquí, desgraciada! ¡No huyas!
La mujer dejó al médico, para seguir arreándole a la
muerte.
–¡Toma, toma!
–¡Dale, dale!
Los enfermos del hospital gritaban, expectantes de la
trifulca.
–¡Dale, dale!
Exclamaba don Bernardo. Hace dos días estaba
suplicando la eutanasia, y ahora chillaba desaforado, como un
chiquillo en el patio de la escuela.
–¡Dale, dale!
La muerte ya no pudo más.
–¡Vale, vale, ya está bien! ¡Me voy! ¿Quiere
dejar de pegarme?
La mujer hizo un esfuerzo por parar.
–Sí, sí, me voy, pero ya acudiréis a mí cuando os
encontréis enfermos y moribundos. ¡Panda de inconscientes!
–¡Márchate de aquí! –increpó don Bernardo.
La siniestra figura recogió su guadaña del suelo y
salió, furiosa e indignada, de allí.
–¡Bieeeen! –coreaban todos.
Cuando el hombre despertó del coma, colorado de
vergüenza, preguntó:
–Mamá, ¿le has pegado a la muerte, con el bolso?
Ella le cogió la mano.
–Hijo, una madre hace lo que sea, por un hijo.
–Pero es que ya tengo treinta años. Deberías
dejarme librar mis propias batallas.
–Anda, cariño, no seas ingrato y dale un abrazo a tu
madre.
–¡Viva, viva! –gritaban todos, felices.
El relato de hoy (que hacía mucho que no escribía) está escrito deprisa y corriendo, sin apenas correcciones, para poder colgarlo hoy, en honor a las madres.
ResponderEliminar¡Felicidades, Mamá!