lunes, 16 de diciembre de 2013

Hostal Cartagena

                                                    Dibujo de Universo Pamp.

La noche era cerrada, no había estrellas en el cielo ni luces en la carretera. Hacía mucho que la ciudad desapareció del retrovisor. Ni siquiera el viento soplaba. Los faros del coche alumbraban la nada y en cualquier momento me dormiría sin tan siquiera saber a dónde iba. Avisté una luz brillante a lo lejos, que me atrajo ante un viejo motel. El letrero era tan luminoso que apenas pude leerlo. No había coches en el aparcamiento ni luces en las ventanas. Parecía estar cerrado, pero aún así entré.
El sitio olía a rancio. Las paredes estaban enmoquetadas en un rojo chillón bastante apagado y la recepcionista parecía una vieja gloria de Hollywood decrepita. Me dijo algo que no entendí. Yo le pedí una habitación para una noche. El polvoriento registro estaba lleno de garabatos y firmas extrañas. Solo quedaba una habitación, la 237. Firmé y cogí la llave, pero no recuerdo haber pagado. Le pregunté por el bar, si la cocina estaba abierta y si aún podría cenar algo. Ella señaló la puerta de la cafetería. Cuando iba a entrar la oí decir entre dientes:

–Bienvenido al Hostal Cartagena.

Aquello no era un bar de carretera, era una enorme cafetería a modo de discoteca antigua. Estaba desierta y no sonaba música alguna. La bola de espejos del techo no reflejaba la luz. El camarero, detrás de la barra, agitaba una coctelera. Parecía sacado de una película de los cincuenta.
¿Qué va a tomar? –preguntó sin ganas– ¿Whisky, Martini o champagne?
–No, gracias –contesté–, llevo diez meses sin probar el alcohol. Solo un café.
–Allá usted ¿Le echo un chorrito de coñac?
Le ignore. Le pregunté por la cocina, quería cenar. Me dijo que estaba cerrada desde el cuarenta y cuatro. No quise reírle la broma, me tomé el café y me fui a la habitación. Si en la entrada olía a rancio, la cafetería apestaba a ceniza.

El pasillo era oscuro y daba la impresión de ir cuesta abajo. El botones alumbraba con una ridícula vela. Aunque tenía la estatura de un niño, parecía más bien un anciano. Su mano temblaba, y la luz de la vela fluctuaba como si se fuera a apagar. Por un momento, me recordó a un actor de los de antes, pero al no recordar su nombre, dejé de pensar en ello. Estaba demasiado cansado y le seguí hasta la habitación, sin decir nada. Cuando me abrió la puerta, farfulló:

–Bienvenido al Hostal Cartagena.

La habitación era extraña de una manera que no sabría explicar. El espejo del techo me hizo pensar que era más un burdel que un hotel de carretera, pero no quise darle vueltas al asunto y me dormí. Me dormí con una inquietud que me hacía dar vueltas en la cama. Ignoro cuanto tiempo había pasado, pero el sonido de la puerta me alertó. Una mujer, pálida como la muerte, entró en la habitación. Su desnudez me paralizado, sus siniestros ojos me miraron durante un buen rato, y cuando menos me lo esperaba, se metió en mi cama. Me sentí incapaz de reaccionar. Ella me abrazó, me abrazó con fuerza, y el frío invadió mi alma.
Me desperté chillando, mirando a mi alrededor con desesperación. No había nadie. Todo estaba en su sitio. Por un momento intenté relajarme, pero en el fondo sentí que ella seguía allí.
Salí corriendo, sin tan siquiera saber a dónde iba. El pasillo parecía más largo que antes. El silencio era enfermizo. Cuando me di cuenta, me encontré en la cafetería, en calzoncillos y sin saber qué hacer. Aunque el sitio seguía vacío, me senté en un reservado para disimular mi desnudez. El olor a ceniza era mayor, como si una convención de fumadores hubiera estado allí recientemente. En la pared había antiguas fotos del lugar, en ellas salían celebridades de la época, nobles, actrices, toreros y periodistas.
¿A usted también le han echado?
Un tipo gordo y calvo se sentó frente a mí. Estaba en calzoncillos y camiseta.
–No se preocupe –dijo sonriendo–, aquí pasa muy a menudo.
Yo le miré, sin saber qué decir.
–Ya se acostumbrará –siguió hablando mientras miraba las fotos–, este sitio tiene más años de los que recuerdo.
Llegó el camarero, intentando sonreír.
¿Qué van a tomar, whisky, Martini o champagne?
–Ponme un cubata –contestó el hombre–, y a mi amigo...
¿Al caballero un café? –preguntó en un intento de burla.
–Sí, gracias –gruñí.
El tipo se puso a contarme batallitas del pasado, una tras otra, entre cubata y cubata, y cuando parecía que no lo iba a hacer, se calló. Se encendió un puro, y me miró muy serio.
–Bueno, ¿me lo va a contar?
¿Contarle el qué? –pregunté extrañado.
–Pues qué va ser, lo que le ha traído a este lugar.
¿A mí?, nada –dije sin convicción–, sólo estoy de paso.
Ahora su cara era de circunstancia, me miraba como si se apenara de mí. Entonces se bebió su octavo cubata de golpe, y se levantó. Me dio una palmada en el hombro antes de irse.
–Bueno, ya nos veremos. Me voy a matar a la bestia –dijo sin inmutarse, y salió de allí tarareando una antigua canción.
La escena era demasiado ridícula, no quería entenderla, y decidí volver a la habitación. La recepcionista me vio pasar y me preguntó algo, mientras fumaba como una vieja locomotora. Intenté ignorarla, pero cuando me alejaba pude oírle decir:

–Bienvenido al Hostal Cartagena.

El pasillo se veía más oscuro que antes. Eché en falta al niño/anciano de la vela. Ahora se oían susurros, pero no los quise escuchar. La habitación parecía tranquila, no había nada que temer, estaba cansado y todo aquello debía de ser una pesadilla. Solo necesitaba dormir.
Ella volvió a aparecer, desnuda, pálida y fría. Daba vueltas por la habitación, sin dejar de mirarme. Yo me acurruqué bajo las sábanas como un chiquillo asustado que esperaba que aquella horrible visión desapareciera. Pero no lo hizo, cuando la sentí meterse en la cama, salí corriendo de allí. Esta vez agarré la ropa y me la puse en algún momento, en ese tenebroso pasillo.
Aunque iba descalzo, entré en la cafetería y me senté junto a la barra. Al otro lado había un hombre raro, con cara de loco, que murmuraba algo sobre el amanecer. Quise preguntarle, pero el camarero apareció como de la nada, y preguntó:
¿Qué va a tomar el señor esta noche? ¿Otro café?
Y aunque el tipo era muy serio, tenía la impresión de que se burlaba de mí.
–Sí, claro –gruñí.
¿Seguro que no quiere que le eche un chorrito de Coñac?
Una vez más, le ignoré. Quería saber más sobre aquel extraño tipo que sostenía un cuchillo al otro lado de la barra, pero cuando me giré ya había desaparecido.
–Se ha ido a matar a la bestia –comentó el camarero.
La bestia, otra vez la bestia. Todo aquello era muy raro, pero no pregunté. Me fui sin tomarme el café. Estaba claro que tanta cafeína me había desvelado y me hacía ver cosas que no eran verdad.
Al pasar ante la recepcionista, me dijo con su agria voz:

–Bienvenido al Hostal Cartagena.

El pasillo parecía aún más oscuro. Se oían voces lejanas y extrañas pisadas. A cada paso que daba, más tenía la impresión de adentrarme en el infierno. Quise relajarme al entrar en la habitación, pero me puse a registrarla para asegurarme de que era un sitio seguro, y podía dormir tranquilo. La cama estaba vacía, pero la vi a ella en el espejo del techo. Estaba allí, retozando conmigo, y cuanto más me abrazaba, más veía mi cuerpo congelarse. Aquella visón me horrorizó, como si fuera verdad lo que estaba viendo. Sentí un escalofrío por todo mi cuerpo, y salí corriendo como alma que lleva el diablo, por ese interminable pasillo. Había un anciano tirado en el suelo, pidiendo ayuda, pero yo no paré hasta llegar a la salida. La recepcionista intentó decir algo, pero la ignoré. Crucé la puerta con decisión. Entonces me encontré de nuevo en la cafetería.
No podía ser.
Había gente sentada en los reservados que me miraban y murmuraban. En uno de ellos se encontraba el hombre de antes, saludándome con la mano. Ahora tenía puestos los pantalones, pero su camiseta, estaba manchada de sangre.
–Bueno, bueno –me sonrió–, cuanto tiempo. Me alegro de verle.
Me senté junto a él.
–Pero, ¿qué ha pasado aquí? –pregunté asombrado.
–Na, no se preocupe –dijo colocando un cuchillo ensangrentado en la mesa–, solo he matado a la bestia.
¿A la bestia?
Quise preguntarle por toda esa locura, pero el camarero me interrumpió con su sequedad habitual.
¿Qué van a tomar los señores? ¿Cubalibre? ¿Café?
–No, qué va –contestó–, ponme un chato de vino, y a mi amigo ponle otro.
Estaba muy cansado y cedí. Afirmé con la cabeza, dispuesto a tomarme un vino para calmar mis nervios.
–Lo siento, caballero –advirtió el camarero–, pero no tenemos vino desde el treinta y seis.
Por un momento sentí que no era una burla, que hablaba en serio.
–No importa, nos bastarán un par de cubatas –añadió mi amigo.
Me di cuenta de mi error y decidí salir de ahí antes de que volviera al agujero negro del alcohol, pero un muchacho pálido y delgado, se puso delante.
¿Es usted el nuevo? ¿El de la habitación 237? –pregunto sonriendo, mientras agitaba una copa de coñac.
Afirmé con la cabeza, mientras seguía en mi intento de levantarme.
¿Qué le traé por aquí? –continuó– ¡Pero no se vaya, hombre!
Le empujé. El coñac se estrelló contra el suelo mientras yo salía por la puerta. La recepcionista, al verme pasar, dijo:

–Bienvenido al Hostal Cartagena.

Intenté salir una vez más, pero me encontré corriendo, de nuevo, por ese profundo pasillo. No quería volver a la habitación, sólo quería salir de allí. Apenas podía respirar. El rojo apagado de la moqueta parecía estar bañado en sangre. Y aunque estaba agotado, no podía dejar de correr. Una anciana, vestida como una vulgar prostituta, me chistaba desde un rincón.
¿No pensarás abandonar el hostal sin probar sus placeres? –me dijo.
Yo corrí, corrí sin parar, mientras esa mujer intentaba mostrarme un pecho. Se empezaron a oír gritos y carcajadas, que atormentaban mi alma. Y cuando me paré ante la puerta de mi habitación, la 237, se me aparecieron dos niñas tenebrosas, manchadas de sangre, que decían sin parar:
–Ven a jugar con nosotras. Ven a jugar con nosotras.
Grité. Me derrumbé como un saco de patatas en el suelo. Yo sólo quería despertar de aquella horrenda pesadilla.

Por fin desperté. Tenía la sensación de haber pasado una eternidad en esa habitación. Pero todavía era de noche. Ahora estaba tranquilo, había descansado. Me di una ducha fría, porque por más que girase la llave no salía agua caliente. No me importaba, yo sólo quería salir de ahí. Mi ropa había desaparecido, sólo pude encontrar un elegante frac hecho a mi medida, en el armario. No me lo pensé dos veces y me lo puse. Cogí mi cartera, el reloj, y me calcé los zapatos. Ya era hora de salir de aquel sitio.
En el pasillo se escuchaban voces, cuchicheos y un continuo ir y venir de gente. Por muy extraño que pareciera, no me daba miedo, más bien parecía el ajetreo anterior a una fiesta. Aunque ahí no había nadie. Cuando llegué a la salida, la recepcionista estaba fumando con boquilla, se la veía más joven, como una estrella de Hollywood en todo su esplendor. Se levantó, y con una bonita sonrisa me dijo:
¿No va a desayunar? Le están esperando.
Por alguna razón no supe decirle que no. Supongo que era demasiado guapa. Entré una vez más en la cafetería, pero ahora todo era distinto. Había mucha gente vestida de gala. La bola de espejos relucía, y una orquesta tocaba en el escenario aquella canción de los años setenta. El hombre calvo estaba allí. También llevaba un frac, pero tenía una puñalada en el pecho.
–No se preocupe –dijo sonriendo–, es que mi mujer se pone hecha una furia cada vez que la mato. Pero no es nada. Llevamos así muchos años.
Ni siquiera me inmuté. Ya me daba igual. El camarero llegó sonriendo, y nos dio una copa de champagne a cada uno. Yo acepté gustoso. La gente bailaba alrededor. El anciano del suelo y la prostituta del pasillo parecían más jóvenes. Las dos niñas correteaban al otro lado del salón. El joven del coñac se acercó a nosotros. Yo me disculpé por lo de la noche anterior.
–No se preocupe –dijo sonriendo–, eso ya pertenece al pasado –y me ofreció un puro.
En el fondo sabía que eso no estaba bien, pero me dejé llevar y compartí con esa gente su felicidad, brindando y bebiendo champagne, y fumando habanos, uno tras otro.
Entonces la vi allí sentada en un reservado, con un vestido rojo escotado que la hacía muy sexy. Parecía ajena a la fiesta, mirando a ningún lado con sus ojos fríos. No sé por qué, pero me acerqué.
–Hola, ¿puedo invitarte a algo?
Ella no contestó.
Atontado como un adolescente, le solté las típicas frases, pero ni siquiera me miró. Me senté junto a ella y le ofrecí una copa de champagne.
¿Nos conocemos de algo? –pregunté.
Ella miró una foto de la pared, una mas grande y vieja que las demás. Era de la promoción del sesenta y siete, en ella estaban todas las celebridades de la época, y en el centro un tipo sonriente que, por alguna extraña razón, me parecía familiar. No lo pensé más y me decidí, la saqué a bailar. La orquesta tocaba una y otra vez la misma canción. Ella me abrazó. Me abrazó con tanta fuerza que sentí el frío de su cuerpo. Entonces escuché a la orquesta cantar el estribillo de la canción, que decía algo de matar a la bestia. Fue entonces cuando recordé de que canción se trataba. Fue cuando comprendí que no amanecería nunca, y que el tipo de la foto era yo.

Allí estaban todos, felices, alzando las copas en mi honor, gritando al unísono:

¡Bienvenido al Hostal Cartagena!

3 comentarios:

  1. Hoy cumplo 21 años. Sí señor, hace 21 años que me operaron y sigo vivo. Aquella noche en la UCI, hace 21 años, las enfermeras me pusieron la radio, y en ella sonó una versión que las "Wilson Phillips" hicieron de "Hotel California", canción y disco que los "Eagles" publicaron en 1976, el año en que yo nací. Bonita coincidencia.
    Ahora, por muy mal que me vayan las cosas, que me van, cuando escucho la canción, recuerdo que estoy vivo, que hace 21 años podría haber muerto, o algo peor, y no dejo de dar gracias a Dios, a los médicos y empleados de la Seguridad Social que me salvaron la vida, y a mi familia y amigos que siguen empeñados en sacarme adelante (a pesar de lo güebón que soy).
    Pues eso, que llevo mucho tiempo intentando escribir un homenaje a "Hotel California", y ahora que lo he conseguido os lo dedico a todos vosotros.

    ¡¡¡BIENVENIDOS AL HOSTAL CLOROFORMO!!!

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  2. Feliz cumpleaños David. Que cumplas muchos mas.
    Sigue así, no te desanimes lo importante es seguir adelante y no mirar atrás.

    Menos mal que tu hostal no se parece al del relato, por eso lo visito a menudo, por lo confortable que es y las historias que se cuentan.

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