domingo, 20 de abril de 2014

El cadáver iluminado

                                                 Dibujo de Universo Pamp.


Cuando de la Cruz sacó aquel cuerpo del depósito, se maravilló ante tanta belleza imposible de describir. Nunca había visto otra mujer así y perdió la noción del tiempo que estuvo admirando el cadáver, hasta que una voz le sacó de su trance.
–La jodía era guapa, ¿eh?
–Si, es preciosa –contestó embelesado, incapaz de reaccionar ante el desconocido–, pero, ¿quién es usted?
–Subinspector Tomás –le enseñó la placa–, ¿es usted el doctor de la Cruz?
El forense afirmó con la cabeza, mientras recuperaba la cordura.
–¿Qué le ha pasado a esta chica?
–¿Es que no ha leído el informe? –preguntó el subinspector con indignación.
De la Cruz, avergonzado como el niño al que pillan sin haber hecho los deberes, negó con la cabeza.
–Se llamaba Magda, Magda nosequé –comenzó a explicar el policía–, no llevaba documentación, pero la han reconocido las putas del calabozo. Unas dicen que era kosovar, otras que era rusa, da igual, la cuestión es que era de Europa del este.
El forense se fijó en sus facciones, y en efecto, parecía rusa-kosovar. Su piel pálida, su cabello rubio, y esos ojos azules que parecían mirarle.
–Se la encontraron ayer –prosiguió el subinspector–, muerta, en mitad de la plaza de la Pasión.
–¿Ayer?
–Sí, ayer.
–No puede ser –de la Cruz estaba asombrado–, el cuerpo no presenta rigor mortis, su piel está tersa, como si aún viviese.
–Pues le aseguro que está muerta –bromeó Tomás–, palpe, palpe, a ver si le late el corazón.
–¡Subinspector, no se burle! –le increpó– ¿No ve que el cuerpo está incorrupto?
–De incorrupto nada, doctor, que se la encontraron llena de cortes y moratones. ¡Lea, lea el informe! –ya no le hacía gracia el tema.
–¿Es que no lo ve? Si parece más bien una virgen o una santa.
–¡Vamos, doctor, no me haga reír, si era más puta que las pesetas!
–Pero fíjese, ni su delicado cuerpo ni sus delgados brazos presentan mancha alguna.
–Pues era una puta yonqui.
–Pero mírelo, subinspector, ni siquiera hay pinchazos en sus preciosos píes.
De la Cruz se estaba poniendo muy pesado, y el policía ya no aguantaba aquella absurda discusión.
–Doctor –intentó bromear–, ¿no se estará enamorando de la muchacha? No me gustaría encontrarle haciendo cosas raras con el cadáver…
–¡Subinspector, por favor, qué soy un profesional!
–¿Sí? Pues por ahí comentan cosas sobre usted…
–¡Maldita sea, Tomás! ¿No se lo habrá creído? –parecía que iba a echar espuma por la boca– ¡Eso son falacias, mentiras puñeteras! ¡Habría que oír lo que dicen de usted!
–Tranquilícese, hombre, tranquilícese –intentó apaciguarle–. Vamos a hacer una cosa, yo me voy a seguir con la investigación, y volveré en un par de horas, a ver cómo va con la autopsia. Sólo le pido que se dé prisa, necesito el informe antes de que amanezca.

De la Cruz estaba indignado. El imbécil de Tomás había conseguido que le temblaran las manos. Necesitaba un trago, pero llevaba treinta días sin probar el alcohol. Entonces comprendió que era ella la que le ponía nervioso. Se sentía incapaz de corromper aquel cuerpo con su bisturí. Sus ojos sin vida no dejaban de mirarle, y su boca insinuaba una sonrisa que parecía ocultar un secreto. Se preguntaba qué le había sucedido. Se preguntaba por qué le habían sacado de casa, a esas horas, en domingo, estando suspendido de empleo, que no tenía necesidad de manipular ningún cuerpo muerto; y lo que es peor, ¿por qué le había llamado el subinspector Tomás con tanto secretismo y tanta urgencia? ¡Si ni siquiera se conocían! ¿Por qué a él y no a otro? Sospechaba que no habían contado, en ningún momento, con la aprobación del comisario Ponce, porque él nunca aceptaría su implicación en el caso, sobre todo después del escándalo de la niña de Monteolivar. Le habría preguntado directamente a él, pero tenía un miedo atroz al comisario y sus posibles reacciones.
La chica seguía mirando y sonriendo. Sus manos dejaron de temblar, y decidió que tenía que desentrañar ese misterio, él mismo.

El primer paso lógico era acudir a los calabozos y preguntar a las prostitutas. Ellas sabrían algo sobre el tema, pero se burlaron de él, sólo era un simple forense y no tenía madera para los interrogatorios. Le dijeron que si quería un numerito morboso con ellas le harían un buen precio. Pensó en el impoluto cuerpo desnudo que se postraba en la mesa de autopsias, y despreció a aquellas sucias rameras. Le dolió pensar que la hermosa Magda tenía algo que ver con ellas. Vio que tendría que pagarlas para sacarles alguna información, pero estaba sin blanca, así que bajó al bar de la esquina y le pidió a Nazario unos cuscurros de pan y una botella de vino.
–A ver que va a hacer con el vino, doctor –le dijo el camarero–, que el comisario me tiene prohibido darle de beber.
Entró con mucho cuidado de que no le vieran de esa guisa. Le costó convencer al agente Longinés para que le volviera dejar pasar a los calabozos, el muchacho era un buen policía cumplidor del reglamento, pero el vino lo puede todo. Las mujeres se pusieron contentas y empezaron a contar rumores absurdos sobre la difunta, ninguna de ellas la conocía en persona, la única que podía decirle algo sobre ella era una tal Mariet, pero ya no estaba allí, el subinspector Tomás la había sacado, hacía un par de horas.
–¿Y para qué la ha sacado? –preguntó, tonto de él.
–Pues, hijo –se burlaron–, tú me dirás para qué quiere Tomás a una chica como nosotras.
No tenía mucho tiempo, las carcajadas se oirían por toda la comisaría, y el subinspector Tomás llegaría en cualquier momento. Pensó que no tenía por qué meterse en ese lío, que ya estaba suspendido de empleo y sueldo, y no necesitaba más problemas. Sólo tenía que realizar esa autopsia y volver a su retiro. Pero en su cabeza, ella seguía mirándole.
Con la promesa de más pan y más vino, consiguió que le dieran la dirección de un tal Judath, el chulo de Mariet, un tipo muy peligroso. De la Cruz sabía que no tenía que ir, le advirtieron que Tomás no era trigo limpio, pero él fue.

La noche era cerrada como en las novelas baratas de misterio. Las calles del Calvario estaban desiertas, no había yonquis, ni fulanas, ni rateros. El silencio le asustaba aún más que la fama de aquel barrio de mala muerte. No podía imaginarse a la bella Magda ofreciendo su cuerpo por ahí. En los callejones brillaban ojos amenazantes. Se le hizo eterno hasta que encontró el domicilio del tal Judath. La puerta estaba abierta. El aspecto de la casa era terrorífico: polvo, suciedad, manchas de sangre, el mobiliario destrozado… Había una jeringuilla en el suelo, y un par de botellas de vodka vacías. Las manos le volvieron a temblar. Una lámpara medio rota alumbraba levemente a aquel enorme rumano que permanecía acurrucado en un rincón, desnudo, tiritando como un crío asustado, murmurando algo en su idioma.
A pesar del miedo, de la Cruz se acercó a él.
–¿Judath, Judath Proski? ¿Es usted Judath? –preguntó al gigantón.
–Yo soy –contestó con un siniestro acento, que le hizo estremecer.
–¿Mariet, está aquí?
–No está –contestó sin siquiera levantar la vista–, déjenla en paz, no tiene nada que ver con esto.
El forense no sabía cómo enfrentarse a aquella situación, no era un agente de campo, sólo habría cuerpos difuntos.
–¿Magda? ¿La conocía? ¿Trabajaba para usted? –por fin se decidió a preguntar.
El rumano afirmó con la cabeza.
–¿La mató? ¿La mató usted? –estaba tan enfadado como asustado, sentía el impulso de abalanzarse sobre aquel criminal, y el de salir corriendo.
El rumano alzó su insegura mirada. Estaba llorando.
–Sí, yo lo hice.
Entonces de la Cruz descubrió que aquel gigantesco hombre estaba aún más asustado que él. Por un momento, hasta le dio pena.
–¿Pero por qué? ¿Por qué la mató, Judath?
–Eso no importa ya.
El pobre estaba totalmente derrumbado.
La ira del forense explotó.
–¡Maldita sea, Judath! ¡Sí importa! ¿Por qué la mató?
–Déjeme en paz, ya he dicho no importa, pregunte a Tom…
Tres disparos impactaron en su pecho, haciéndolo caer. De la Cruz, asustado, volteó por el suelo, hasta ver que Tomás estaba allí, apuntando con la pistola.
–¡Joder, doctor! ¿Se puede saber qué hace aquí? ¿No se podía haber quedado quieto en la morgue, haciendo su trabajo?
Empezó a entender lo que pasaba.
–Subinspector, ha sido usted, es verdad lo que dicen por ahí.
–¡No empecemos con el tema de los rumores, doctor! ¡No tiene ni idea de lo que ha pasado!
Ahora eran las manos del policía las que temblaban, en cualquier momento podría disparar.
–Ya entiendo, maldito corrupto, usted estaba metido en los negocios sucios de esta gente, por eso me llamó a mí para que hiciese la autopsia. Necesitaba a alguien desacreditado como yo para poder archivar el caso sin levantar sospechas.
–¡Ah, cállese, doctor! ¡Ya le he dicho que no tiene ni pajolera idea de qué va esto! ¡Estúpido necrófilo!
–¡Pues dígamelo usted! ¿Por qué mataron a la chica? ¿Por drogas, por dinero, o por algo más?
–Como ya le ha dicho ese gilipollas, ya no importa. ¡Él mató a golpes a la chica! ¡Merecía morir!
–¡Y usted merece la cárcel! ¡Por corrupto y asesino!

–Déjelo, doctor, da igual –susurró la moribunda voz de Judath–, le perdono.
–¡Qué me perdonas, hijo de la gran puta! –el subinspector enfureció–, ¿Por qué? ¿Quién eres tú para perdonarme?
–Te perdono porque ella me perdonó, antes de morir.
La luz del sol entró por la ventana, iluminando la sucia estancia, en el momento en que ese enorme asesino espiró.
Los dos hombres se miraron, callados durante un buen rato, como si hubiera pasado un ángel.
–Descanse en paz –dijo el forense.
Tomás guardó el arma y se santiguó.

–Y ahora qué, subinspector, ¿me va a matar para que no hable?
–No, de la Cruz, no. No voy a matarle, estoy cansado, y nadie le iba a creer.
–¿Y entonces?
–Entonces volveremos a la comisaría, doctor. Usted hará la autopsia y se olvidará del caso. Yo lo archivaré y me olvidaré de lo que pasó con el cuerpo de la chica de Monteolivar.
–¿Y Judath? ¿Y los disparos?
–No se preocupe, doctor, alguien se lo encontrará y llamará a la policía. Ya me encargaré de eso, confíe en mí.

El día despertaba en el barrio, las tiendas del mercado abrían como si no hubiera pasado nada, mientras los dos hombres paseaban como sin nada. Ya habría tiempo por la noche para que volvieran los camellos y las putas.

Cuando llegaron a la comisaría, se encontraron con que el cadáver de la mujer había desaparecido.
Más de un testigo la vio salir, vestida con una bata blanca, al amanecer. Dijeron que se despidió, sonriendo, con unas extrañas palabras que sonaban a arameo.
–Era rumano –intervino la agente Paulov–, significa “benditos seáis”.

8 comentarios:

  1. Esta vez me ha quedado muy largo, pero como no publicaba nada desde hace más de un mes, y hoy es domingo de resurrección…
    Espero que os guste.

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  2. jejej que relato más cañero! Me ha gustado ese rollito detectivesco ;-)

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  3. Siempre nos sorprendes David, pero ésta vez doblemente. Me ha encantado
    Marisol

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    1. Gracias, Marisol, es un placer verte en mi hostal, bendita seas.

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  4. Esta bien el relato policiaco-semana santero .
    La chica se despidió en arameo como en los tiempos de Jesús .

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  5. Esta bien el relato policiaco-semana santero .
    La chica se despidió en arameo como en los tiempos de Jesús .
    Rufino

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    1. Cacarajijis, Rufino, a ver si te ha sentado mal el relato, que te re repites.
      Cómo bien dice la agente Paulov al final, no era arameo, sino rumano; pero da igual, bendito seas de todos modos, y bienvenido a mi hostal.

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