En aquellos
tiempos, todos hablaban de Raquel. De lo guapa que era, de lo buena
que estaba, de las cosas que hacía… Nosotros no lo entendíamos,
pero tampoco queríamos ser menos.
Todavía recuerdo
la tarde en que el bocazas de Rafita apareció, con los ojos fuera de
sus órbitas, diciendo que le había visto las bragas. Ya ves tú,
unas bragas. Como si yo no estuviera harto de ver las de mi hermana,
en el cesto de la ropa.
–¡Tú eres
idiota! ¿Cómo va ser lo mismo verlas tiradas, que vérselas
puestas?
Nos enzarzamos en
una discusión. Nos llamamos ingenuos, ignorantes, inmaduros, y no sé
cuantas tonterías más. Carmelo preguntó de qué color eran.
–¡Rosas, tío,
son rosas!
Entonces llegó
Aitor, el Brasas, encendiéndose un cigarrillo.
–¿El qué son
rosas? ¿El color de tus pelotas?
Él siempre se
estaba burlando de nosotros.
–¡No, tío,
no! ¡Las bragas de Raquel! –dijo Carmelo.
–Pero qué vais
a saber vosotros, si sois unos mocosos.
–¡Pues que
sepas que éste le ha visto las bragas!
–Ya ves tú,
las bragas –contestó, echándonos el humo del cigarro–, esas se
las hemos visto todo el barrio. Pero a ver quién es el guapo que se
las quita.
Los chicos se
enfadaron, y empezaron a gritarle. Él les llamó niñatos. Ellos le
llamaron gilipó. Yo recordé lo que el abuelo me había dicho un
montón de veces.
–Si
verdaderamente quieres algo, tienes que pedirlo con educación.
Entonces
empezaron a reírse.
–Pues ala,
valiente, pídeselas por favor.
–Eso, eso,
valiente.
Me sentí
traicionado. Hasta mis amigos se reían de mí. A Rafita se le
estaban empañando las gafas, de la risa. Apreté los dientes, para
no llorar, y me fui a buscar a Raquel.
–¡Valiente,
valiente! –se burlaban.
La encontré en
el parque, sentada en un banco, mirando yo qué sé en el cielo, con
las manos entrelazadas. Estaba guapísima. Cuando me acerqué, me
miró con dulzura.
–Hola, guapo.
¿Qué quieres?
Yo me puse
colorado, al ver como sonreía.
–¿Qué puedo
hacer por ti? –insistió.
Cuando se lo
dije, me arreó un bofetón. Me llamó marrano, me dijo que era un
canijo sinvergüenza.
Las risas sonaban
tras los arbustos. El humo de un cigarrillo delataba la presencia del
Brasas.
–¡Marrano!
¡Sinvergüenza!
Los que gritaban
eran mis amigos.
Raquel se dio
cuenta, en seguida, de lo que pasaba, pero hizo como si no les oyera,
y me volvió a sonreír.
–Oye, si
quieres mis bragas, tendrás que ofrecerme algo a cambio –dijo–.
Entrégame tus calzoncillos.
–¿Qué? ¿Aquí?
¿Ahora?
Yo estaba muerto
de vergüenza.
–¡Vamos,
marranete, dáselos! –se seguían burlando.
Ella seguía
mirándome.
–No tengo todo
el día.
La cremallera se
me atascó, tardé en desabrochar el cinturón, y el botón salió
disparado. Las carcajadas eran cada vez más fuertes. Los pantalones
no salían, y me tuve que quitar los zapatos, de mala manera,
quedándose un calcetín metido en uno de ellos. Cuando me quité los
calzoncillos, oí a más de uno llamarme pichulín. Entonces Raquel,
en un abrir y cerrar de ojos, se quitó las bragas, sin tener que
subirse la falda, ni quitarse los zapatos. En efecto, eran rosas.
Las risas y las
burlas pararon.
Ella, besándome
en la mejilla, me dijo:
–Toma, machote,
te las has ganado.
Cogió mis
calzones y se fue tarareando una canción de Radio Futura.
Todo estaba en
silencio. Yo me quedé ahí, pasmado, sin saber que decir, hasta que
Aitor, el Brasas, salió de detrás del matorral, aplaudiendo.
–Bravo,
valiente. Eres un machote.
–¡Bravo,
bravo! –coreaban los otros– ¡Machote, machote!
Rápidamente, me
puse los pantalones y me até los cordones de los zapatos, como
buenamente pude, y me fui corriendo a casa, agitando con orgullo la
rosada bandera de mi triunfo.
Mi madre me soltó
un tortazo, y me llamó pervertido. Me castigó una semana sin salir.
Fueron siete días en los que no se dejó de contar mi hazaña, por
todo el barrio.
Este es un relato que empecé a escribir hace mucho mucho tiempo, pero que nunca terminé de darle forma hasta ahora. Espero que os guste.
ResponderEliminarPor cierto, no os hagáis pjs mentales pensando que se trata de un recuerdo pervertido de mi infanciadolescencia, no, no lo es.
Muy bueno David. Me ha encantado, de verdad! Quizás un par de peros le pondría, pero ya te contaré en persona, jaja. Un abrazo, amigo!
ResponderEliminarGracias, Mac-ario, me encanta que te encante, sobre todo cuando ya conocías la historia.
EliminarUn abrazo.
Querido David, si no recuerdo mal, este relato me sonaba, aunque no conservo imágenes de la versión original. Esta que compartes me ha parecido genial: desde un comienzo atractivo, pero suave, vas subiendo de tono e intensidad hasta desarrollar un conflicto serio, con carga emocional, que concluye con un desenlace coherente. Enhorabuena. Un abrazo.
ResponderEliminarAmigo mío, como ya he dicho, lo escribí hace mucho tiempo, concretamente, en el taller en el que nos conocimos. Ahora he podido aplicarle todo lo aprendido en estos años.
EliminarUn abrazo.
¡Bravo!, ¡machote!
ResponderEliminar¡Qué tiempos aquellos en que la pubertad era más sencilla, y sus problemas solo eran los propios de la edad!
EliminarGracias, Pepa, por pasarte por mi hostal.