–¡Oiga
usted! ¿A dónde va con ese bisturí?
–¡Pero
bueno! ¿Usted no estaba muerto?
–Ay,
hijo, a mi edad uno ya no sabe.
–¿Pero
cómo que no sabe? O se está muerto o no. Si no ya me dirá usted
qué hace tumbado en la mesa de autopsias.
–Ah,
bueno, ha sido la chica de la entrada, que me ha dicho que no tenía
pulso, y me ha mandado aquí.
–¿Cómo
no va a tener pulso, alma de Dios? A ver, déjeme ver.
–¡Caramba,
pues no lo tiene! ¡Usted está muerto!
–Pues
ya se lo he dicho yo.
–Vamos
a ver, ¿usted siente nauseas? ¿Mareos? ¿Dolores cervicales?
–Uy,
qué va, si a mi edad ya ni siento ni padezco.
–Esto
no puede ser. ¿Cómo no va a sentir nada?
–Hombre,
siento dejar este mundo así, de esta manera tan tonta, de consulta
en consulta.
–¿Le
han visto muchos médicos?
–Pues
mire usted, ni el oncólogo, ni el cardiólogo, ni el podólogo, ni
el dentista, han sabido decir qué tengo.
–No
se preocupe, buen hombre, que yo le practico una autopsia y enseguida
averiguo su mal. Esto nunca falla.
–A
ver si es verdad.
–Lo
único es que necesito su consentimiento, o el de un familiar que
esté vivo. Recuerde que antes no me ha dejado intervenir.
–Si
no es eso, lo que le decía es que tiene que sacarme la sangre y los
fluidos, antes de abrirme en canal.
–Caramba,
qué despiste. Tiene usted razón.
–Pues
claro.
–Oiga,
esta no es la primera autopsia que le hacen. ¿Verdad?
–Uy,
qué va. Si ya llevo años así.
–¿Y
no han sabido decirle qué tiene?
–Qué
va, qué va.
–Bueno,
no se preocupe. A ver si esta vez lo conseguimos. El problema es que
debido a los recortes presupuestarios, no voy a poder anestesiarle.
Como en este ala del hospital no lo solemos necesitar.
–Ya,
claro, entiendo. ¿Qué se le va a hacer? ¿Me va a doler?
–Me
temo que sí. Quizá un poquito.
–Vaya
por Dios.
–Nada,
nada, buen hombre. No se preocupe, muérase tranquilo y déjeme
operar.