El sol brillaba en todo lo
alto, tostando la arena del desierto. La carretera apenas se dejaba ver y el
camino parecía no existir. Ella tuvo que consultar el mapa, varias veces, para
poder guiar a la comitiva de coches. Sin decir nada, sacó unas gafas de, sol de
la guantera, y se las puso al conductor, que entrecerraba los ojos con
esfuerzo. No estaba dispuesta a permitir que cualquier distracción
echara a perder aquel asunto. Ya deberían estar llegando a los terrenos
indicados, y pasado un tiempo, creyó distinguir el edificio, de lejos, al otro
lado de la cuneta. Aparcaron alrededor, dejando paso a los camiones. Todos
fueron bajando. Bomberos, policías, arquitectos y funcionarios. Se secó el
sudor de la frente, con un pañuelo. Las gastadas letras del cartel debían
indicar el nombre del sitio. Hacía calor, pero cuando miró a la puerta del
local, sintió un estremecimiento.
–Este debe de ser el
sitio –comentó su trajeado compañero, mientras se acercaba–. Ya va siendo hora
de que nos deshagamos de este desvencijado hotelucho.
Ella afirmó con la
cabeza, y echándole un último vistazo, suspiró. Metió la llave en la cerradura,
e hizo un esfuerzo por abrir la puerta. El hombre, viendo que no podía, la
quiso ayudar, y se puso a empujar. Después, agarrando la llave, empezó a tirar,
pero la puerta no cedía. Chirriaba como si fuera una bestia dormida, que no
quería despertar.
–Vamos, mujer –insistió–,
ayúdame. Tenemos que acabar con esto antes de que anochezca.
Él permanecía,
acurrucado en un rincón de la solitaria cafetería, desnudo, confuso,
avejentado. No recordaba cuánto tiempo llevaba allí. No recordaba cuándo el
hostal dejó de funcionar. En sus manos sostenía una antigua foto. Antes, las
paredes estaban repletas de ellas, pero ahora solo quedaba esa. Una antigua
foto en la que solo se le veía a él. Antaño estaba repleta de gente, era la
promoción del sesenta y siete, estaban celebrando una fiesta, pero ahora no
había nadie, solo él. Todo estaba oscuro y polvoriento. Ya no se escuchaban pasos
ni voces. Ya no se oía al conserje arrastrar los pies, ni a las diabólicas niñas gemelas, juguetear por los pasillos. Ya no se oían los gritos de dolor. Ella, la chica
pálida, ya no estaba allí.
La puerta rujió,
como si la bestia despertara, y él se estremeció. La luz entraba de fuera,
seguida de sombras humanas.
–Apunte ahí, con la
linterna.
–Ok.
–Busque el diferencial de la luz.
–Creo que no hay.
–Revísenlo todo.
–Saquen los objetos de valor.
–Asegúrense de que no queda nadie.
La mujer daba órdenes sin parar.
Quería zanjarlo todo, deprisa, antes de que empezaran a demoler. Se mostraba
firme, pero no se atrevía a pasar más allá de la recepción. Le había parecido
ver a alguien tras el mostrador. Olía a ceniza, como si estuvieran fumando,
pero cuando alumbró con la linterna, no había nadie. No parecía que lo hubiera
habido en siglos. Todos sus compañeros habían pasado, dejándola sola, y se les
oía desmantelar el local. Golpes, portazos, muebles arrastrados, cristales
rotos. A su lado vio la desvencijada puerta de la cafetería y, sintiendo un
escalofrío, quiso entrar. Entró. Aquello daba mucho miedo. En cada rincón que
apuntaba con la linterna, podía salirle algún fantasma. Entonces le vio,
acurrucado entre las mesas, temblando de frío.
–¿Está usted bien?
Cuando ella le alumbró la cara, casi
se le cae la linterna, del susto.
–Papá, ¿eres tú?
El anciano se protegía con las manos.
–¿En serio eres tú?
Él la miraba, asombrado, no sabía qué
decir.
–Papá, di algo. Creíamos que estabas
muerto –insistía.
El pobre hombre movía,
temblorosamente, la boca, pero no conseguía soltar palabra.
–Papá, por Dios, ¿dónde has estado
todos estos años?
No sabía qué estaba pasando. Llevaba
tanto tiempo creyendo que las había abandonado, y ahora se lo encontraba así,
de esa manera, después de tanto tiempo, que no sabía qué pensar. Él la miraba,
como un niño pequeño, asustado. A pesar de la oscuridad de la sala, se podían
ver copas y botellas vacías por las mesas y en la barra; ceniceros llenos de
colillas, y el suelo repleto de serpentina, como si hubieran celebrado una
fiesta, tiempo atrás, y al marcharse se olvidaron de uno.
–Anda, ven, que te llevo a casa.
Al final se compadeció de él.
–Jefa, ya hemos terminado. Vámonos
ya.
Un operario entró y se la encontró
allí, ayudando a levantarse a aquel extraño personaje.
–Vamos, ayúdame –le increpó ella.
Entre los dos le sacaron de ahí. El
hombre llevaba tanto tiempo así, que ya no se acordaba de moverse. Sintió
crujir su esqueleto. Le dolieron los ojos cuando le dio la luz del día. Estaba
atardeciendo. La gente salía con cajas y muebles, y los cargaba en los
camiones. Todos miraban al hombrecillo. Le habían cubierto con una manta.
Cuando pasó frente al mostrador, le pareció ver a la anciana recepcionista,
fumando con su larga boquilla. Al salir, la oyó susurrar:
–Bienvenido al Hostal Cartagena.