Yuri se
balanceaba en el columpio cuando los pájaros dejaron de cantar. El
aire olía raro y el silencio era ensordecedor. Las mujeres llamaron
a sus hijos. Sascha, Andrei, Boris…, todos salieron corriendo. Su
madre tardó en llegar.
–Yuri, cariño,
tenemos que irnos.
Metieron lo
imprescindible en una maleta y abandonaron su hogar. A Yuri no le dio
tiempo de coger su osito Mischa. Les metieron a todos en un enorme
autobús, y les llevaron a un hospital. El pequeño no paraba de
preguntar por su papá.
–Tranquilo,
cielo, ya lo encontraremos –le decía mamá, mirando a todas
partes.
Cuando anunciaron
su nombre por megafonía, ella salió corriendo por un pasillo. Le dijo
que la esperara allí, que no se moviera, que no tardaría. Fue la
última vez que vio a su madre.
Le llevaron
lejos, muy lejos, donde hacía más calor y podría vivir apartado de
eso. Allí conoció a Marisol, y a su madre, Conchita. Ellas cuidaron
de él, y le ayudaron a hacerse un hombre de provecho. Estuvo un par
de años con vómitos y dolores, pero aquello pasó.
Con el tiempo,
los suyos, los que pasaron por lo mismo que él, volvieron a casa,
para esclarecer todo lo que pasó. Pero él no. Yuri se conformaba
con saber que sus padres fuero héroes de la Unión Soviética, como
Yuri Gagarin, el primer hombre que fue al espacio. Algún malicioso
le contó que eso era mentira, que habían salido otros, antes, pero
que él fue el primero en volver con vida. A Yuri eso no le
importaba, sus padres combatieron contra un enemigo invisible que
podría haber matado a mucha más gente de la que se llevó, y nunca
serían reconocidos como el famoso cosmonauta.
Ahora la alarma
está en Japón, y Yuri no ha dudado ni un momento en ir a ayudar, para que no vuelva a pasar lo mismo que sucedió veinticinco años
atrás. Pero allí son muy suyos, y no aceptan la ayuda de
extranjeros. Dicen que lo tienen todo controlado. ¡Qué no le
cuenten milongas! Eso mismo dijeron entonces, cuando pasaron dos días
expuestos a la radiación, hasta que el gobierno decidió evacuarles.
Aquello es un
caos. Edificios derrumbados, calles inundadas, gente corriendo de acá
para allá… A pesar de las sirenas y los gritos, el aire tiene ese
silencio mortífero de entonces. Yuri hace un esfuerzo para no
derrumbarse y echarse a llorar. De repente ve a una niña temblando en
un rincón, abrazada a un muñeco, ajado, de Doraemon.
–No te asustes,
¿estás bien? –se le acerca, chapurreando el poco japonés que
habla– Me llamo Yuri, ¿y tú?
–Michiko, me
llamo Michiko –balbucea la niña–. No encuentro a mi papá, no encuentro a mi mamá.
Yuri abriga a la
pequeña, con su cazadora, y la coge de la mano.
–No te
preocupes, Michiko, vamos a encontrar a tus padres.
Hace ya treinta años del accidente de la central nuclear de Chernovil. Recuerdo que era yo un niño cuando decían por la tele que la niebla radioactiva se estaba expandiendo por Europa. ¡Qué miedo!
ResponderEliminarEsto se lo dedico a los pobres que cayeron por todo aquello, a los valientes que dejaron su vida luchando contra eso, y a los que todavía luchan y lo sufren.
Lo mismo digo para los homónimos japoneses.
Me ha encantado tu relato y desgraciadamente está muy de actualidad. Me ha gustado uno de los nombres, me resulta conocido . Un besazo monstruo, que eres un monstruo
ResponderEliminarMarisol
¿En qué estaría yo pensando para poner esos nombres? ;)
EliminarUn besazo para ti, Marisol, y un abrazo para tu marido, que da la cara por ti.
Un homenaje y un recordatorio muy dulce a todas las víctimas de tan desgraciados acontecimientos de la historia reciente.
ResponderEliminarSe nota tu sensibilidad en éste cuento. Me gusta mucho también.
Me va gustando éste David más sensible y un poco menos ácido que de costumbre. (sin desmerecer el David sarcástico, por supuesto).
A mí como a Marisol, también me suena uno de los nombres.
Gracias por el bonito detalle.
Un besazo como siempre.
Gracias, Conchi.
EliminarYa sea en Rusia, ya sea en Japón, o en la casa de al lado, siempre hay un día que levantar, y con eso no podemos ser ácidos… como mucho, radioactivos.
Un besazo.